sábado, 29 de marzo de 2008

El vuelo de Saint-Ex

29 de Marzo de 2008
Ante las declaraciones de un piloto de la Luftwaffe, la misteriosa desaparición de Antoine de Saint-Exupéry ha vuelto, después de 64 años, a ser noticia. Las líneas que siguen recorren la compleja personalidad de un hombre capaz de sobrevolar el desierto en un aparato rudimentario y de inventar a un pequeño príncipe que cuida de una rosa.

El vuelo de Saint-Ex
por JUAN JOSÉ RODRÍGUEZ

Antoine de Saint-Exupéry inició y terminó su vida adulta con una paradoja. Al día siguiente de cumplir diecisiete años —la edad a la que eran enviados los jóvenes al frente—, concluyó la Primera Guerra Mundial. Menos de tres décadas después, su avión fue derribado poco antes del fin de la Segunda Guerra. Si un oficial amigo suyo hubiese conversado con él una noche antes de despegar, la mortal misión habría sido cancelada.
Quienes han leído sólo El Principito tienen dificultades para visualizarlo como un hombre de acción. Es un héroe nacional de Francia e incluso su retrato aparecía en el hermoso billete de 50 francos, ya retirado de circulación. En el abismo histórico que representan la aplastante derrota gala y el colaboracionismo de Vichy, su figura refulge casi solitaria.
Saint-Ex regresaba de tomar fotografías de la Francia ocupada a la base aérea de Córcega, su sitio de operaciones. Ya había sobrepasado la edad máxima para ser piloto de guerra, pero gracias a influencias de alto nivel —no olvidemos que tenía el derecho de usar el título de Conde, cosa que le desagradaba— fue asignado a esa escuadrilla. La leyenda dice que a veces se demoraba en sus incursiones observando el castillo donde pasara su infancia, castillo cuyos jardines jamás llegó a conocer por completo.
Afirman sus compañeros que un alto oficial iba a comentarle sobre la inminencia del desembarco en Normandía con un solo propósito: salvarle la vida, ya que a los pilotos enterados de esa estrategia se les prohibía volar para evitar el riesgo de que revelasen bajo tortura la posibilidad de dicho ataque, en caso de ser derribados. Pero Saint-Ex se le escabulló a este oficial, sin permitirle que le revelase el secreto, dejándolo con la palabra en la boca.
Él decía que para derrotar a los nazis no bastaba con darles golpes con una máquina de escribir, así que abandonó su refugio en Nueva York para hacer lo que mejor sabía: volar una máquina de guerra. La máscara de oxígeno le hacía sentirse conectado a la nave, como si ambos fuesen un solo ser en mitad de la batalla por el firmamento.
Sus críticas al alto mando francés fueron muy duras. A su criterio, valiosas tripulaciones aéreas se sacrificaron erróneamente en los primeros días de la defensa de Francia, criterio compartido por Winston Churchill en sus memorias. Con De Gaulle nunca pudo entenderse. Tampoco con la comunidad gala refugiada en Nueva York que hizo de su exilio una extensión festiva del Barrio Latino. Así que mejor se devolvió al campo de batalla.
Existen varias teorías de la causa de su muerte. Ahora que un ex piloto de la Luftwaffe afirma ser quien lo derribó, el enigma vuelve al imaginario colectivo de sus lectores. Habrá que revisar la hoja de servicios de este ulano del aire y adivinar porqué, hasta hace apenas unas semanas, creyó pertinente informarle al mundo sobre esta sorpresiva incursión al ruedo de la historia. De ser cierta su versión —y sobre todo, de estar consciente del alcance de la dimensión humana y heroica de Saint-Ex—, este ciudadano alemán quizás mejor hubiese preferido guardar silencio. No hay gloria en cegar la vida de un escritor, aunque fuese en el marco de un supuesto sentido del deber, y más si la víctima actuaba en defensa de una nación atrozmente invadida.
Hombre de pluma y de acción
La complejidad de la personalidad de Saint-Ex es más reveladora si se analiza en su contexto: en aquel tiempo, los pilotos eran vistos con la misma admiración que hasta hace poco reservábamos a los astronautas. Había que ser muy valiente para subirse a un frágil artefacto de motor primitivo, aun en épocas de paz, hecho de varillas y tela estirada. No contaban con sistema eléctrico; se encendían a golpe de hélice y los medidores tenían partículas de radium para brillar de noche. Sumémosle que Exupéry, durante su servicio en la compañía Aeropostal, voló por regiones tan inhóspitas como los Andes o el Sahara, afectadas por los más repentinos cambios de clima. Correo aéreo equivalía entonces a internet.
Los títulos de los libros de Saint-Ex fueron siempre mal traducidos. El Principito en realidad debe llamarse “El pequeño príncipe”, traducción que implica otro significado. Tierra de hombres en realidad debe ser “Tierra de los hombres”; libro que narra su estancia en el desierto de África y cuya mala interpretación insinúa alguna bravucona canción mexicana. En sus estancias en Marruecos, Mauritania y el Sahara español fue donde templó su carácter literario y personal.
Saint-Ex estuvo asignado en Cabo Juby, hoy Tarfaya, en el límite justo de Marruecos con el Sahara Occidental. La pista de aterrizaje y la cabaña en la que vivía ya no existen. Ni siquiera el fuerte español que registra en su libro. Además, Antoine tocó tierra ahí en los años veinte y es dudoso que sobreviva algún bereber que jure haberlo visto en la pista lleno de grasa, tomando té con los saharahuis o domesticando zorros del desierto. Fue muy respetado por el hecho de comprar a un esclavo anciano y enfermo tan solo para liberarlo y que muriese tranquilo. Pagó un precio desmedido y lo mandó a vivir a otra ciudad para que no le secuestraran y volviesen luego a ponerlo en oferta.
En ese tiempo cubría la ruta de correo Dakkar-Cabo Juby-Casablanca y por lo general permanecía en el punto medio. Dormía en una cama pequeña que hizo ampliar con una caja. Consuelo Suncín, su descontenta mujer salvadoreña, decía en París que su marido era el único cartero del mundo perteneciente a la realeza.
En Tierra de hombres menciona diversos puntos del Sahara Occidental, especialmente Cabo Juby y la antigua Villa Cisneros, cercanas al de Río de Oro, que era una referencia importante en la navegación aérea. A diferencia de Europa, de noche el Sahara se apaga y no es fácil hallar luces de aldeas o faros que ayuden a orientarse, según se quejaba Saint-Ex en su diario, escrito en tiempos anteriores a la magia satelital o la radio de alto alcance. La tiniebla era tan envolvente que podían confundirse las estrellas con barcos, o pueblos remotos, así como creerse que se viajaba por un sitio distinto al señalado. Además, en esas condiciones no era extraño volar de costado o bocabajo, imperceptiblemente, hasta estrellarse de súbito con una duna. Y tampoco había forma de adivinar el aluvión de tormentas que podían irrumpir con su carcajada repentina en medio de la travesía.
Varias veces, él o sus amigos enfrentaron accidentes y permanecían aislados en el páramo del mismo modo que el narrador de El Principito. Eran rescatados por las tribus de la zona, aunque también padecieron ataques de bandidos, ansiosos de bolsas de dinero ocultas entre la correspondencia.
Quizás aquí fue donde Saint-Ex comenzó a escuchar su voz interior y alucinó en medio de la noche sahariana con la figura de su hermano menor, muerto durante la infancia. Ese fue su único y verdadero amigo, solía confesar en privado.
Su avión de carreras era un Simoun, nombre con que también se invoca a uno de los más demoníacos aires del Sahara. Obsequio de una multimillonaria admiradora cuyo nombre aún desconocemos, con ese avión estuvo a punto de matarse en el desierto de Libia, participando en una carrera previa a la Segunda Guerra Mundial.
Consuelo Suncín, quien estuvo casada con el diplomático guatemalteco Enrique Gómez Carrillo y que afirmaba ser la auténtica rosa de El Principito, le provocó muchas incomodidades, ya que a su regreso a Francia y a la vida, Exupéry la encontró demasiada metida en su papel de viuda famosa, papel que ya había representado a la perfección con la muerte de su primer esposo.
Hasta hubo un malentendido con André Breton, de quien se dijo que Suncín fue su pareja ocasional. Vale comentar que Exupéry siempre quiso aclararlo, en el sentido de que no deseaba perder la amistad del padre del surrealismo, a pesar de los dimes y diretes que circulaba en Nueva York. Breton confesó que él no tenía ánimos de retomar esa relación, pero el poderoso argumento de Saint-Ex, propio de un hombre de acción, lo cimbró por completo: “He perdido más de diez amigos en esta guerra. Entiéndame: no puedo darme el lujo de perder uno más. Casi todos están muertos”.
¿Suicidarse o morir en la cima?
Hay quienes sostienen que Exupéry se suicidó en su último y fantasmal vuelo. El hecho de que su avión no revelase impactos de bala reforzó esa teoría. Aquellos que lo conocieron lo creen imposible porque tenía un compromiso demasiado alto con el deber. Para autoinmolarse, habría usado un cómodo revólver y no sacrificado un precioso avión que tanta falta hacía a su patria, sobre todo en la hora cumbre del conflicto.
Algo que marcó el ímpetu de lucha en Exupéry, antes de la guerra y su terrible accidente en el desierto de Libia, fue la desaparición de su gran amigo y compañero de alas, Guillaumet, en la cordillera de los Andes, experiencia retomada en sus libros.
Perdido en una zona demasiado lejana de la civilización, Guillaumet caminó cinco días entre la nieve con la sola intención de continuar, hasta desfallecer presa del cansancio y confiando en toparse con algún campesino. Los guardias chilenos habían declarado que difícilmente alguien sobreviviría una sola noche a ese invierno. Al momento que Guillaumet decidió rendirse a la ventisca, el piloto perdido descubrió que no podía derrumbarse entre la nieve, sino que debería ascender una colina para morir en la cima. Esto obedecía a un propósito práctico: si no se encontraba su cadáver en los próximos cuatro años, el seguro de vida tardaría ese tiempo en llegarle a su viuda e hijos.
De esa manera, Guillaumet ascendió con las últimas energías para que su cadáver fuese encontrado por sus compañeros pilotos al llegar el verano. Cayó en cuenta de que estaba emprendiendo algo que un animal no haría: luchar por el sitio en el cual morirse para legarle un bien a sus familiares. Al llegar a la cima descubrió con sorpresa que al otro lado del valle terminaban las montañas nevadas, augurándole una esperanza más, por lo que sacó fuerzas supremas para descender y seguir el camino. En efecto, logró salvar la vida y, al narrarle su odisea a Exupéry, éste la tuvo muy presente cuando en el desierto de Libia tuvo que realizar otra proeza similar. Caminar y caminar, sin esperanza y sin agua, pero con el propósito de al menos morir en el intento. Por supuesto, Saint- Exupéry fue rescatado en esa ocasión por un grupo de beduinos. Lo dieron por muerto durante varias semanas.
Creemos que alguien que haya pasado por esas experiencias extremas no se suicidaría en pleno cumplimiento de una misión. Guillaumet, al igual que Exupéry, murió en la línea del deber en la Segunda Guerra Mundial. Otro detalle: el campesino chileno que encontró a Guillaumet fue condecorado en su momento por el gobierno de Francia con la Legión de Honor. Desconocemos qué fue de los beduinos que salvaron a Saint-Ex en medio del Sahara.
La rosa y el volcán
Podría pensarse que un hombre tan curtido en experiencias sería una persona fría y llena de amarguras. Nada más contrario al espíritu de Saint-Ex, buen charlista que, cuando conversaba en un café con sus amigos, provocaba que la gente de las mesas vecinas guardara silencio: arrobada por su encanto. Dominaba varios trucos de prestidigitación y alguien que lo conoció de cerca decía que bien podría haberse ganado la vida con dicha habilidad.
Su matrimonio fue difícil. La volcánica Consuelo Suncín gustaba de usar el título de condesa, actitud que entristecía al legítimo aristócrata. A pesar de sus defectos humanos, es indiscutible su papel de musa de El Principito. Sus defensores argumentan que los abundantes volcanes del minúsculo asteroide son un guiño metafórico a El Salvador, país natal de su problemática amada. En cambio, los baobabs fueron conocidos por Exupéry en sus estancias africanas. El zorro del desierto original posee las exageradas orejas que el poético aviador le dibujó en su libro. Y las verdaderas rosas del desierto son en realidad unas rocas de silicato, apreciadas por los coleccionistas, cristalizadas en forma de pétalos.
Saint-Ex también tuvo suerte con los millonarios: en vida una mujer le obsequió un avión para una carrera y, después de muerto, otro millonario norteamericano gastó miles de dólares en rastrear con un submarino el área donde, presumiblemente, había caído en combate. El descubridor sería el buzo profesional Luc Vanrell, quien también está involucrado en la reciente aparición de su repentino y orgulloso victimario.
Saint-Ex hoy
La reciente declaración del ciudadano alemán Horst Rippert tiene las luces de un intento de apropiarse del aura del autor francés. Incluso el semanario de extrema derecha Minute, sostiene haber revisado los archivos alemanes detectando varias falsedades en la carrera de Horst Rippert, quien por cierto, acaba de desenmascararse como hermano secreto del cantante Ivan Rebroff, fallecido por estas fechas.
Los otros opositores a la credibilidad de Rippert son el antiguo piloto de caza Christian-Antoine Gavoille —ahijado de Antoine Saint-Exupéry—, el historiador Hervé Brun —ex responsable del servicio histórico del Ejército del Aire Francés—, el diario online Crítica y el ABC de Madrid.
Hervé Brun remata la postura de Rippert con un argumento: las patrullas alemanas en Provenza fueron registradas con meticulosidad y no hay ninguna acción anotada en ese día.
La teoría más lógica que flota sobre el avión de El Principito es la posibilidad de un desvanecimiento durante su vuelo final. Era un hombre de 44 años que había maltratado su osamenta con múltiples accidentes y el jornal de los pilotos incluía un ritmo extenuante. No veo nada denigrante en esa posibilidad que nos recuerda la humanidad de un personaje —vale decirlo— cargado de humanismo.
La vida y al muerte de Saint-Ex son un misterio. Lo único seguro en él era aquello que no quería ser. Nunca un burgués inmóvil o un intelectual criticando a Hitler y a De Gaulle desde la comodidad de Nueva York. Murió en la línea del deber, seguro de quien era y hacia donde iban su existencia y su literatura. Pocos artistas pueden conseguir ambas cosas. Vivir al mismo tono de sus creencias y al vuelo de su pluma como en una firme e incandescente obra maestra.
Rodríguez. Escritor y editor. Autor de Mi nombre es Casablanca (Mondadori) y La casa de las lobas (Plaza y Janés).

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