sábado, 29 de marzo de 2008

Beauvoir y Sastre

05 de enero de 2008
Simone de Beauvoir volcó los reflectores del siglo XX sobre la figura de la mujer. Su libro, El segundo sexo , se erigió en bandera de la lucha feminista. Sus ideas auspiciaron una revolución social que todavía hoy escandaliza a las franjas más conservadoras. Al cumplirse el centenario de su nacimiento, confabulario ofrece una revisión crítica de esta inmensa figura de culto; repasa, también, la relación amorosa que Beauvoir sostuvo con Jean Paul Sartre. Acompañamos este paquete de homenaje con un comentario de la propia autora, con respecto a la factura de su libro emblemático.
Beauvoir: acechando desde el fondo del espejo
por CHARLES DANTZIG
Al final de su vida, se sacaba a Simone de Beauvoir como si fuera un ídolo oriental para que diera su opinión sobre cualquier cosa. Y por desgracia, ella opinaba. Como Sartre, había conservado algo del profesor que adora explicar. Y no estaba poco convencida de saber. La muerte, que pasa por todo, no perdona esos comportamientos: quien ha pontificado mucho, será no menos rechazado. Algo justo pero no menos injusto, pues lo bueno es arrastrado junto con lo malo.
Sus novelas son recuerdos más o menos hechos ficción donde ella escribe como Sartre, aunque sin las irregularidades ni las brillanteces. Como él, ella tiene un prejuicio del estilo hablado que es consecuencia de la seriedad con que siguió los estudios universitarios: eso le da un tono colegial que por lo demás no resulta antipático. Uno creería estar oyendo a Antoine Doinel en las películas de Truffaut. En ocasiones ella quiere hacer su estilo, lo cual se traduce por el empleo del antepresente: ¿influencia de las traducciones de novelas policiacas de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, como Horace McCoy?
Como sucedía con frecuencia en su época, Beauvoir está montada en la fe en lo real. Lo real entonces era como el pueblo: una palabra mágica y una caravana que la novela le hacía a la virtud. No se concebía lo real si no era sórdido, espeso, pesado. Para las gentes de ese tiempo, realidad quería decir barro. Creían ser realistas y no habían leído más que a Zola. Por lo demás, “Molesta por las convenciones novelescas, me plegaba a ellas, pero sin franqueza […]” (La fuerza de las cosas). El problema no es la hipocresía, sino que creyera en la existencia de convenciones novelescas.
La mejor Beauvoir está en sus relatos y sus memorias. No se puede decir que estén sobrecargados de literatura: cada cuarenta páginas reseña sus lecturas, como una especie de nota bene entre las cosas verdaderamente importantes, que son la política… y la política. En el curso de un viaje por Estados Unidos, se detiene en el pueblo de Natchez sin decir nada más que tiene cuarenta mil habitantes. Chateaubriand se habría sentido contrariado. Cuando pasa a la política, su vocabulario se corrompe y baja unos escalones mientras sube un tono: “Él le reveló la inteligibilidad de las relaciones humanas y la arrancó a su subjetividad”. (Uno diría que está repitiendo algo que no es de ella.) Ah, y la duda no es capaz de frenarla: “El futuro me ha dado la razón”, escribe serena (La fuerza de las cosas). ¡“El futuro me ha dado la razón”! Cómo resulta azaroso. El futuro cambia con frecuencia y el del año 2005 le da un violento mentís al futuro de 1963, cuando Simone de Beauvoir estaba tan segura de sí misma.
Lo cual me recuerda una frase de Madame de Staël en las Reflexiones sobre el suicidio: “Los defectos de los alemanes son más bien el resultado de sus circunstancias que de su carácter, y se corregirán, sin duda, si entre ellos existe un orden político hecho para dar una carrera a los hombres dignos de ser ciudadanos”. Sin duda, no es cierto, sin duda. La moderación es muy útil cuando no se quiere que el porvenir le contradiga. ¡Pero hasta qué punto se encuentra uno atrapado, a pesar de sí mismo, por el pensamiento dominante (que no necesariamente, como aquí, es el pensamiento del poder sino el que se comenta más)! Esta mujer tan independiente, tan realista, tan horrorizada por los abusos de la Revolución, escribe con un sentido de aprobación la palabra “ciudadano”.
Beauvoir posee algo de brutal. “No me interesa apelar al corazón cuando estimo tener la verdad para mí” (La fuerza de las cosas). Ahora, para ella la verdad además del futuro. Tengo que decir que esta arrogancia tiene sus cualidades. Una dignidad, una altura. Le falta piedad, pero ella no se hace a un lado. Uno puede sentir a la persona que no ha sufrido gravemente y prospera en un materialismo apacible, un egoísmo tranquilamente voraz. Se debe fabricarlos sin nervios. Más adelante, anota con honestidad: “Mis ensayos reflejan mis opciones prácticas y mis certidumbres intelectuales”; y claro está que no tiene muchos matices. Para muchos es un encanto.
Hay en su manera de escribir algo bovino. Regular, sin sorpresa, unido. Jamás levanta. La razón es la siguiente: están todas las palabras. Jamás una expresión concisa, jamás una elipse, jamás una falta de explicación. Sólo falta, a veces, lo indispensable. Por ejemplo, en Una muerte muy dulce, la expresión “reducción de cuerpo”, algo que le ha sucedido a su madre. Por otra parte es honesta, tanto como pesada. No disimula los hechos, los dichos, hasta el punto en que sus relatos se convierten, a veces,
sin que se dé cuenta, en confesiones. Revela sin cortapisas su egoísmo prodigioso como cuando escribe a propósito de su madre enferma: “No me interesaba particularmente volver a ver a mamá antes de su muerte; pero no soportaba la idea de que no me volviera a ver” (Una muerte muy dulce). Cuando refiere escenas, no se queda con la última palabra. No tiene prejuicios: más bien se sirve del prejuicio marxista para dar una explicación posterior a las cosas, por aplicación de buen alumno. Con frecuencia, el profesor continúa siendo un alumno.
Simone de Beauvoir no escribe ni bien ni mal: no escribe. Posee un tipo de razonamiento contradictorio que sólo la convence a ella: “Se dice A; muy por el contrario lo verdadero es no-A, de donde B”; pero B está fuera del tema. Después de esto, ella se compara con Oscar Wilde. (Sí, sí, en Tout compte fait.) Ella se deja ir al lugar común y al cliché. Una muerte muy dulce: “Un cáncer. Estaba en el ambiente”. O cómo, en una mujer que no es vulgar, el cliché engendra una vulgaridad. En el mismo libro justifica el cliché con un cliché sin darse cuenta: “ ‘Es estúpido, decía mamá. ¡Es tan estúpido!' Sí: tan estúpido que hacía llorar”. Desmesuradamente desprovista de humor, le pone ironía a sus títulos, Memorias de una joven formal, Una muerte muy dulce, expresión utilizada por el médico de su madre que acaba de morir luego de penosos sufrimientos.
En presencia de la muerte, además de falta de sensibilidad, roza la falta de tacto, como en La ceremonia de los adioses, sobre la muerte de Sartre. Las últimas frases (“Su muerte nos separa. Mi muerte no nos reunirá. Es así; ya es hermoso que nuestras vidas hayan podido armonizar durante tanto tiempo”), la ponen en evidencia. Hay en Simone de Beauvoir una nobleza plácida.
La impresión de insensibilidad proviene de la distancia bastante considerable que guarda con relación a los otros y consigo misma, dondequiera que se coloque. Algo la ha conmovido, la vejez; sobe eso ha escrito un libro interesante. Desde que aborda el tema, su manera de escribir mejora: “Cuarenta años. Cuarenta y uno. Mi vejez estaba latente. Me acechaba desde el fondo del espejo. Me asombraba que avanzara hacia mí con paso tan seguro cuando en mí nada concordaba con ella” (La fuerza de las cosas).
Comenta sus propias obras, pero aún más las de Sartre; ¡y a esta jefa de prensa de su héroe es a la que se ha calificado de incendiaria! Hizo mucho por la liberación de las burguesas que la odiaban. De cierto modo, El segundo sexo es Simone de Beauvoir contra el siglo XIX. Y ella ganó. Fue calumniada sólo porque rechazaba las convenciones. Las convenciones le tienen horror a la oposición argumentada.
A veces es de una inocencia sorprendente. ¿Otra consecuencia de la condición de profesor de secundaria, que coloca a la gente fuera de la vida sin dejar de persuadirlos de estar adentro? En La fuerza de la edad, el pasaje donde cuenta que, de acuerdo con un amigo argelino, Sartre y ella eran “los franchutes que él hacía reír”; y ella no ve, no se da cuenta, ni siquiera considera la posibilidad de que este hombre pueda estarse burlando de ellos. En las memorias de una de sus amigas, Bianca Lamblin, uno ve a dos farsantes quitarles dinero bajo los pretextos más mentirosos y a ellos darlo con seriedad, “por rechazo de la prudencia financiera burguesa”. Es una escena de Molière.
Me hace pensar en Lamiel, la heroína de Stendhal que le paga a un hombre para que la desflore. Se ha preguntado con frecuencia cuál habría sido el final de esta novela inacabada: pues bien, la vida de Lamiel podría ser Simone de Beauvoir. Lamiel se convierte en profesora de filosofía, escribe libros honestos sobe la sociedad, provoca escándalo, se vuelve un éxito de público, cae en el olvido. Treinta años después, panfletarias feministas la califican de burguesa conservadora: se le redescubre en la televisión, viviendo sola en un departamentito obscuro donde cuece spaghettis.
Después de su muerte se han publicado sus correspondencias con Sartre, con el novelista estadounidense Nelson Algren, con el crítico Jacques-Laurent Bost (Gerbert en su primera novela, La invitada; Sartre ha transpuesto a Bost en Boris en La edad de la razón). Tanto por la cantidad como por lo maquinal, esas cartas recuerdan a las de George Sand. También por lo simpático. Las dos quieren ser buenas amigas con los cuates, quieren escribir como un cuate, pero a diferencia de un cuate, se toman su tiempo para decir el placer que sienten al estar con él.
Dantzig. Ensayista, poeta y narrador. Su libro más reciente es Je m'appelle Françoise (Grasset, 2007).
Traducción de Alberto Román.
*
Historia de una pareja mítica
por CATHERINE CLÉMENT
Es la historia de un hombrecito bizco y de una larguirucha jovencita de belleza austera; la historia de dos filósofos que con un mismo gesto le dieron la espalda a su disciplina por la novela; la historia de dos furibundos, de dos locos por la vida, cada uno para sí y todo para el otro, aferrados entre sí. Amor cortés llevado hasta la vejez, es la historia que uno sueña y no existe. De todas sus obras, es la más nueva, la más rica en sorpresas. ¿La habían presentido? La imagen de Sartre y Beauvoir liberó a tal punto a la pareja francesa del modelo del matrimonio, que en Francia, en la actualidad, más del cincuenta por ciento de los jóvenes rehúsan casarse. Pregúntenle a los recalcitrantes, se toparán con Sartre y Beauvoir: ¡qué horror el matrimonio! No hay vínculo institucional entre los amantes, vehículo de desgracias y veneno para el amor.
—Pero ustedes viven juntos, usan el mismo cepillo de dientes, tienen hijos…
—Sí, ¿y qué?
Bueno, Sartre y Beauvoir no vivieron juntos. Escuchen bien, jóvenes, el mito de los amantes unidos y desunidos. ¡Cuidado con las cuarteaduras! Lo que no ven es lo más interesante; lo que no se ha dicho es lo más serio. ¿Que si se amaron? Sí. ¿Como todo el mundo? No. ¿Forman ellos un modelo a seguir? Tal idea los sublevaría.
Todo comienza en 1924, cuando un joven normalista de 19 años le hace la ronda a una muchachita muy agasajada. Él es pequeño, feo y sin embargo se la liga. Pierde la primera cita, a la que ella ha enviado a su hermana. Y logra acostarse con ella, victoria frágil; el placer no está ahí. Simone hubiera podido escaparse si el genio de Sartre no hubiera inventado el mejor de los arpones: nada sentimental entre ellos, nada banal, pero sí la preferencia por la vida sin matrimonio. Ella será su “esposita morganática”. Bien educada, la señorita acepta este pacto con aroma platónico. Se acostarán cada quien por su lado y se lo dirán todo, trabajarán juntos; está dicho. Y así se hizo.
Piel lechosa, mirada acerada, la señorita conservará durante toda su vida esta apariencia de joven eterna. Beauvoir es tan seria que recibe el apodo inglés de Beaver, el Castor, animalillo constructor de suave pelambre. Al principio Sartre está muy enamorado de su “encantador Castor”. Poco importa la cama. Cuando están separados, él se acuesta por su parte y ella también. Como quedaron, se lo cuentan. El pacto es honrado, con sólo un pequeño detalle: Sartre se acuesta con mujeres, Simone también. No se ha sabido sino hasta después de su muerte, y hasta el final ella lo ha negado; pero no hay duda, Sartre era hetero y Simone bisexual hasta el dedo chiquito del pie. Pero este juego entre amantes no estaba destinado a hacerse público.
Que entre los dos haya habido mujeres en común, trío para la cama compartida, se adivinará en La invitada. Se conocen los nombres de Wanda y Olga, objetos sexuales atractivos por su pasividad; no se ignora nada de las amantes de Sartre, Michelle, Dolorès, Arlette, se sabe hasta no poder más, hasta azotar la puerta de la recámara por donde desfilan las actrices de reparto. Pero sobre todo uno puede leer la Correspondance croisée 1937-1940, entre Simone de Beauvoir y Jacques-Laurent Bost: soberbiamente editada por Sylvie Lebon de Beauvoir para Gallimard, estas cartas alcoholizadas y tiernas describen el Jardín de Amor y sus juegos sexuales, Simone encarnada en Domina reinante sobre todos y todas. No se ignorará nada de los embotellamientos amorosos que, en unos cuantos años, bloquean la vida de Sartre: al no abandonar a nadie, y dándole a cada una un poco de su tiempo, el pobre hombrecito muy pronto estará abrumado. Simone permanece vigilante. Ninguna tiene importancia si el pacto sobrevive. Pero el pacto es el tiempo que pasan juntos, con la mayor frecuencia posible.
No es Sartre el primero que colmará a Simone, es Nelson Algren, el amante estadounidense al que ella llama su marido y de quien conservará su anillo hasta el lecho de muerte. Con él tiene lugar la verdadera ternura de los cuerpos confundidos, pero nada más: como Sartre, Simone es fiel al pacto. Cada uno romperá un gran amor: una sola vez en su vida, acosado por Dolorès, la amante estadounidense, Sartre se ve en la obligación de romper con la ayuda de Simone; más tarde, Nelson se cansa, y es lo mismo pero a la inversa. Lejanos y posesivos, Dolorès y Nelson no entendieron nada de la película. Entre Sartre y Beauvoir, el vínculo no está roto.
La elección de las palabras
Pero si ya no cogen, ¿qué hacen juntos? Viajan a Cuba, viajan a Moscú y piensan a dos voces. De estas conversaciones cotidianas provienen los nuevos impulsos, las palabras de aliento, las relecturas; el ojo crítico de Simone y el ojo delicado de Sartre se posan en los manuscritos, con muy pocas palabras, pero a través de una corriente sensible, de un filtro intelectual que los une. A Simone le cuesta trabajo la novela y Sartre es quien se empecina en hacerla escribir. Él tiene mil veces más facilidad que ella, pero ella es más perseverante. Yendo de la novela al teatro y del ensayo al tratado de filosofía, Sartre no escribirá jamás su Gran Moral. En cuanto a Simone, ella lo ha escrito todo: la secuencia de los ensayos, que va de 1949 a 1970, del Segundo sexo a La vejez, pasando por la muerte de su madre y las Memorias, es de una coherencia impresionante. Él es un acróbata; ella, una maratonista.
Desde muy pronto han tomado una decisión: darle prioridad a la literatura. Cada uno tiene una obra por hacer y una vida que vivir. Sin el tiempo suficiente, Sartre funciona a base de anfetaminas, en una época en que su comercio es libre. Los dos beben mucho y cada uno se inquieta por el alcohol del otro. Su historia se droga en la fiesta, en las noches pasadas en blanco, en el café, en la embriaguez que, como cada uno sabe, engendra el pensamiento. ¡Y funciona! El primero que alcanza el éxito es Sartre, con una novela, La náusea. Once años más tarde Simone publica El segundo sexo, desatando una verdadera revolución en la conciencia de sus contemporáneas. Con Los mandarines ella obtiene el premio Goncourt en 1954, y diez años más tarde él rechaza el Nobel. Por lo demás, su fama se debe tanto a sus talentos como escritores como a su modo de vida: pues no se contentan con escribir, militan y se comprometen casi siempre juntos.
La fama llegó tarde, con la Liberación. Su guerra la han vivido entre camas y brumas, sin gran heroísmo; aparte de la actividad de reunir alimentos a la que todos estábamos sometidos, escribir, coger, ligar llenaba su Ocupación. Sin duda coquetearon con la idea de un grupo de Resistencia, pero pronto acabó y no insistieron en ello.
La guerra de Argelia provoca el sobresalto. Primera decisión arriesgada con el Manifiesto de los 121, en 1960, como acción de desobediencia civil; y de nuevo del lado de Simone con el Manifiesto de las Sucias, en los años setenta, por la abolición de las leyes represoras del aborto. Con el mismo sentido, la pareja se compromete con los esposos Rosenberg, con Fidel Castro, con los combatientes del Viet Minh, con los acelerados de Mayo 68, con los maoístas y las feministas, con el CNA en África del Sur, con los boat-people… Una sola nota discordante: para los boat-people Sartre va a ver a Giscard d'Estaing, mientras que Simone apoyará a François Mitterrand en dos ocasiones. Fuera de estos menudos desacuerdos presidenciales, nada. Cada hazaña es para el otro un nuevo punto de apoyo en el flanco de la montaña, y así van dándose la mano hasta la cima en esta cuerda de alpinistas.
La ceremonia de los adioses
El final es la muerte del primero de esta pareja de alpinistas. Ese día, en la primavera de 1980, los fotógrafos inmortalizan el romanticismo que han venido a buscar: Simone, vacilante, lanza una rosa en el obscuro hueco de la tumba de Sartre. Él ha muerto sin sufrimientos; para ello, Simone habrá hecho lo necesario. A las 10:45, sin avisar, completamente solo, el presidente Giscard ha ido a encerrarse al hospital, adelantándose al grupo de amigos. Seguido por el “pueblo de Sartre”, el entierro es una inmensa manifestación juvenil y alegre, una fiesta increíble. Para todos, Sartre no tiene más que una sola mujer, Simone. Frente a decenas de miles de manifestantes ensimismados, el entierro de Sartre la destina a la viudez pública. Embrutecida por la pena, entre empellones, en mal estado, la vieja dama asume la postura sin lágrimas, con grandeza. A la mañana siguiente fue necesario hospitalizarla; por un tiempo, Simone estuvo paralizada.
Pero cuando muere, seis años después, no hay manifestación, no hay presidente, no hay pueblo de Simone. Como si, una vez sin él, ella ya no fuera en público sino la mitad de la pareja. Aunque El segundo sexo haya cambiado de arriba abajo a varias generaciones de francesas, a Simone le faltó el Nobel. Por poco. Aun así, de los dos, el primero en la cuerda de ascenso fue Sartre y no Simone. Por más que se preocupara, desconfiara, se rebajara, se peleara por ella, Sartre no pudo luchar con el hecho testarudo: de los dos, él era el que tenía el pene; a pesar de su fragilidad, él era el hombre. Finalmente, con la colaboración de la edad, esta cuarteadura entre ellos acabó por ampliarse.
Un día Sartre le anuncia a Simone que, puesto que no tiene hijos, adoptará a Arlette Elkaïm, quien llevará su nombre y se encargará de su obra. Poco después Simone hará lo mismo con Sylvie Lebon. Helos ahí entonces, con sus albaceas respectivas, las dos adoptadas, las dos muchachas. Era razonable, pero ya no estaban solos. Llega la época de la formidable ofensiva feminista de los años setenta, que es asimismo la época de los maoístas. Pronto, cada uno se halla rodeado de un pequeño círculo: Sartre toma como secretario al teórico maoísta Pierre Victor, más conocido enseguida con su verdadero nombre de Benny Lévy, y Simone vive en medio de “sus niñas”. Entre los maos y las niñas se arma la gorda. Las niñas encuentran que los maos son unos machos, mientras los maos consideran que las niñas son burlonas. Sartre y Simone se pelean en la Coupole. Amamantados con leche de Edipo, sus chilpayates los dividen, obsesionados con separarlos. Para Simone es aún peor: Sartre publica en Le nouvel observateur una entrevista con Pierre Victor en la que reniega de toda su filosofía. La angustia de La náusea, la teoría de la contingencia, el compromiso ateo, todo esto saldado en provecho de un pensamiento místico judío. Pierre Victor, que conservaba toda su agudeza, pasa de la teoría maoísta al Talmud. Lo que sigue es una guerra de clanes entre la vieja guardia de Les temps modernes, guiada por Simone, y Sartre, quien ofrece batalla. ¿Qué? ¿Acaso no es libre?
Pues al parecer no. Para esas fechas, Sartre ha perdido la vista. ¿Puede pensar todavía si ya no ve? Simone no lo cree así. Del anciano decrépito ha trazado un retrato conmovedor en su obra maestra, La ceremonia de los adioses. Sartre moja los calzones, hay que darle de comer en la boca; la comida se le escurre mientras mastica, babea; el alcohol, las anfetaminas y el tabaco han devastado su sistema vascular. No obstante, el viejo Sartre es alegre, cariñoso, vivaz y elocuente, atento a todas las sorpresas de la vejez, pero Simone lo ve dirigirse hacia su final, como compañera fiel. Para ella es el último beso, que le pide en su lecho de muerte adelantando los labios; para ella son las últimas palabras, “Yo la amo mucho, mi Castorcito”, para ella es esta ceremonia que le corresponde por derecho. Y las últimas palabras de ella son las siguientes: “Está usted en su cajita, usted no saldrá y yo no lo alcanzaré; aun si me entierran a su lado, de mis cenizas a sus restos no habrá ningún traslado”.
Estas palabras sin concesión alguna a la inmortalidad son propias de ella. ¿Será que la traidora Isolda rechaza a su Tristán? ¡Oh, no! Palabras de duelo, estas frases con que abre La ceremonia de los adioses poseen tal fuerza de negación que en verdad fundan a la pareja mítica para la eternidad de la literatura. ¿A quién está dedicado el libro? “Para aquellos que amaron a Sartre, lo aman y lo amarán”. Y como si esto no fuera suficiente, para reforzar el poder de sus lazos, Simone añade una entrevista de 1974 entre los dos. ¡Y hay que escucharlos! Sus voces se parecían un poco: la de él metálica, un tanto chirriante; la de ella como hoja seca atravesada por la hoz, con la misma dicción breve, apenas perentoria, un hermoso fraseo preciso, de corto aliento. Lean, escuchen a Simone llevando a Sartre a hablar sobre el sexo, y a él respondiéndole con gentileza: “Sí, se me paraba con facilidad, pero con un placer mediocre, sí, soy más un masturbador que un copulador, sí, prefiero las caricias, sí, he sido un macho, sí, sí, sí…”.
¿Pero no se reunirían? Vamos. También en eso Simone hizo lo que faltaba. Sobre su lápida ella plantó la más roja de las rosas, ésa cuyas espinas rasguñan los cuerpos, pero cuyas raíces se hunden en los dos ataúdes, uno al lado del otro. Él no la hizo gozar, excepto en la cabeza; ella lo hizo gozar, enormemente, en la cabeza. Ella fue su paredros, prima, hermana, abuela, unida a su Chiquito consentido que fue en la infancia, un tierno y dulce bebé cuyo espíritu se echaba a volar.
Clément. Filósofa y novelista. Entre sus libros: Les fils de Freud sont fatigués y Révolution de l'inconscient .
Tomado de Les collections du magazine littéraire , hors-série no. 7, marzo-mayo 2005.
Traducción de Alberto Román.

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