De verbo en verbo/de selva en selva/de polo en polo/de tú a tú. Pura López Colomé
En Elizabeth, la reina le dice a Walter Raleigh: “Es usted un hombre que ha viajado, más allá de los mapas". Me gustó mucho esa frase. Quizá de ese “más allá”, construido cotidianamente, se trata justo, la intensidad de la vida. Sus colores. Su honestidad y sus búsquedas. Raleigh regresaba del “Nuevo mundo”, cargado de objetos desconocidos. Ajenos. Había viajado hacia territorios no registrados por los cartógrafos.
Pensé en “el mapa” como en una metáfora de los orígenes: El entorno familiar. Sus reglas. Las conscientes y las inconscientes. La idea que cada familia tiene de ella misma en tanto que familia: “Nosotros así somos”. La idea que los padres (o figuras tutelares) tienen, de cada uno de sus hijos, en tanto que sus hijos. La idea que tienen de cada hijo, en cuanto a cómo intuyen o creen intuir que es. El lugar que cada persona ocupa en la realidad y en el imaginario de su familia. Y en medio de esos vaivenes, entre “ese lugar que me otorgan”, y “el lugar que me imagino que tengo”, surge cada ser humano en toda su complejidad: ¿Quién soy yo? “Más allá” de los mapas conocidos. Descritos. Elegidos para mí. Soñados. Deseados para mí. ¿Cuál es el lugar que yo quiero? ¿Viviendo cómo? ¿Haciendo qué? Las preguntas que se repiten a lo largo de la vida. En sus versiones más complejas y en las más cotidianas.
Un ser humano se construye en la elección de su singularidad. Sin duda. Pero esa elección tiene sus costos. La elección de esa que soy yo, pasa por una ruptura indispensable con ese primer “nosotros” que me albergó y me contuvo. Con ese territorio conocido espacio de mis referencias, y de mis certidumbres. Singularizarse significa elegir. Significa diferenciarse. Significa aceptar un proceso de distanciamiento interior para con las reglas del clan. Y con el clan. Aún en el caso de las relaciones familiares más logradas, cada persona crea sus propias reglas. Así lo hacemos, o lo intentamos. Entre el ansia de libertad y el miedo a la libertad. Entre la lealtad con los orígenes, y la lealtad con uno mismo. Entre los deseos de los otros y nuestros propios deseos.
Pero hay una cierta culpa, que nos persigue y a veces nos atrapa. A lo largo de la vida. En diferentes circunstancias que podríamos más bien considerar positivas. Afortunadas. Hasta muy felices. Una especie de culpa vaga o clarísima, molesta o francamente dolorosa, que mirada de cerca tiene que ver con un sentimiento de estar traicionando. Algo. A alguien. Una se siente culpable de "traición", sin que nada en la realidad ofrezca el más mínimo dato en esa dirección. La culpa que puede llegar con el logro. El miedo al logro.
Freud analizó esa “culpa” en 1936, en una carta al escritor Romain Rolland, y la atribuyó a lealtad imaginaria a los orígenes, (imaginaria, porque no necesariamente los padres o los hermanos la solicitan o la esperan o les sirve para algo). En la carta Freud narra como llegó por fin a su tan soñada Acrópolis. Y no pudo con ella. Después de darle vueltas a su incomodidad en todas las direcciones se dio cuenta de que se sentía culpable de estar allí. En un lugar al que su padre nunca había ido.
Su padre fue un hombre de recursos económicos modestos, a quien probablemente –además- la Acrópolis lo tuvo muy sin cuidado. Pero su hijo no podía permitirse ser feliz de cumplir su sueño (tan singularmente suyo): mirar el Partenón. Freud se sentía culpable de ese deseo y esa posibilidad que lo diferenciaba de su padre. En su carta a Rolland, describió la existencia de esa emoción oscura y estorbosa: el miedo al logro. Lo atribuyó a la “empatía filial”. Al miedo a la separación (repetida) de con sus orígenes.
El miedo a eso que llamamos “fracaso”, es angustiante, desata retahílas de síntomas incomodísimos, pero tiene –por lo menos- una gran virtud es: “lógico”. El miedo al logro en cambio suena absurdo. Inaceptable. El logro es “bueno”, por lo tanto no puede producir más que buenos sentimientos. ¿Y si no siempre fuera así? ¿Y si existieran viajes –distintos para cada uno de nosotros- hacia el “más allá” del mapa de los orígenes, que nos llenaran de culpas? De frases como: “No tengo derecho”, “No me lo merezco”. “Soy tan feliz en este momento que temo un castigo..."
La botella se fue al mar. Nos escuchamos.
domingo, 30 de marzo de 2008
sábado, 29 de marzo de 2008
Beauvoir y Sastre
05 de enero de 2008
Simone de Beauvoir volcó los reflectores del siglo XX sobre la figura de la mujer. Su libro, El segundo sexo , se erigió en bandera de la lucha feminista. Sus ideas auspiciaron una revolución social que todavía hoy escandaliza a las franjas más conservadoras. Al cumplirse el centenario de su nacimiento, confabulario ofrece una revisión crítica de esta inmensa figura de culto; repasa, también, la relación amorosa que Beauvoir sostuvo con Jean Paul Sartre. Acompañamos este paquete de homenaje con un comentario de la propia autora, con respecto a la factura de su libro emblemático.
Beauvoir: acechando desde el fondo del espejo
por CHARLES DANTZIG
Al final de su vida, se sacaba a Simone de Beauvoir como si fuera un ídolo oriental para que diera su opinión sobre cualquier cosa. Y por desgracia, ella opinaba. Como Sartre, había conservado algo del profesor que adora explicar. Y no estaba poco convencida de saber. La muerte, que pasa por todo, no perdona esos comportamientos: quien ha pontificado mucho, será no menos rechazado. Algo justo pero no menos injusto, pues lo bueno es arrastrado junto con lo malo.
Sus novelas son recuerdos más o menos hechos ficción donde ella escribe como Sartre, aunque sin las irregularidades ni las brillanteces. Como él, ella tiene un prejuicio del estilo hablado que es consecuencia de la seriedad con que siguió los estudios universitarios: eso le da un tono colegial que por lo demás no resulta antipático. Uno creería estar oyendo a Antoine Doinel en las películas de Truffaut. En ocasiones ella quiere hacer su estilo, lo cual se traduce por el empleo del antepresente: ¿influencia de las traducciones de novelas policiacas de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, como Horace McCoy?
Como sucedía con frecuencia en su época, Beauvoir está montada en la fe en lo real. Lo real entonces era como el pueblo: una palabra mágica y una caravana que la novela le hacía a la virtud. No se concebía lo real si no era sórdido, espeso, pesado. Para las gentes de ese tiempo, realidad quería decir barro. Creían ser realistas y no habían leído más que a Zola. Por lo demás, “Molesta por las convenciones novelescas, me plegaba a ellas, pero sin franqueza […]” (La fuerza de las cosas). El problema no es la hipocresía, sino que creyera en la existencia de convenciones novelescas.
La mejor Beauvoir está en sus relatos y sus memorias. No se puede decir que estén sobrecargados de literatura: cada cuarenta páginas reseña sus lecturas, como una especie de nota bene entre las cosas verdaderamente importantes, que son la política… y la política. En el curso de un viaje por Estados Unidos, se detiene en el pueblo de Natchez sin decir nada más que tiene cuarenta mil habitantes. Chateaubriand se habría sentido contrariado. Cuando pasa a la política, su vocabulario se corrompe y baja unos escalones mientras sube un tono: “Él le reveló la inteligibilidad de las relaciones humanas y la arrancó a su subjetividad”. (Uno diría que está repitiendo algo que no es de ella.) Ah, y la duda no es capaz de frenarla: “El futuro me ha dado la razón”, escribe serena (La fuerza de las cosas). ¡“El futuro me ha dado la razón”! Cómo resulta azaroso. El futuro cambia con frecuencia y el del año 2005 le da un violento mentís al futuro de 1963, cuando Simone de Beauvoir estaba tan segura de sí misma.
Lo cual me recuerda una frase de Madame de Staël en las Reflexiones sobre el suicidio: “Los defectos de los alemanes son más bien el resultado de sus circunstancias que de su carácter, y se corregirán, sin duda, si entre ellos existe un orden político hecho para dar una carrera a los hombres dignos de ser ciudadanos”. Sin duda, no es cierto, sin duda. La moderación es muy útil cuando no se quiere que el porvenir le contradiga. ¡Pero hasta qué punto se encuentra uno atrapado, a pesar de sí mismo, por el pensamiento dominante (que no necesariamente, como aquí, es el pensamiento del poder sino el que se comenta más)! Esta mujer tan independiente, tan realista, tan horrorizada por los abusos de la Revolución, escribe con un sentido de aprobación la palabra “ciudadano”.
Beauvoir posee algo de brutal. “No me interesa apelar al corazón cuando estimo tener la verdad para mí” (La fuerza de las cosas). Ahora, para ella la verdad además del futuro. Tengo que decir que esta arrogancia tiene sus cualidades. Una dignidad, una altura. Le falta piedad, pero ella no se hace a un lado. Uno puede sentir a la persona que no ha sufrido gravemente y prospera en un materialismo apacible, un egoísmo tranquilamente voraz. Se debe fabricarlos sin nervios. Más adelante, anota con honestidad: “Mis ensayos reflejan mis opciones prácticas y mis certidumbres intelectuales”; y claro está que no tiene muchos matices. Para muchos es un encanto.
Hay en su manera de escribir algo bovino. Regular, sin sorpresa, unido. Jamás levanta. La razón es la siguiente: están todas las palabras. Jamás una expresión concisa, jamás una elipse, jamás una falta de explicación. Sólo falta, a veces, lo indispensable. Por ejemplo, en Una muerte muy dulce, la expresión “reducción de cuerpo”, algo que le ha sucedido a su madre. Por otra parte es honesta, tanto como pesada. No disimula los hechos, los dichos, hasta el punto en que sus relatos se convierten, a veces,
sin que se dé cuenta, en confesiones. Revela sin cortapisas su egoísmo prodigioso como cuando escribe a propósito de su madre enferma: “No me interesaba particularmente volver a ver a mamá antes de su muerte; pero no soportaba la idea de que no me volviera a ver” (Una muerte muy dulce). Cuando refiere escenas, no se queda con la última palabra. No tiene prejuicios: más bien se sirve del prejuicio marxista para dar una explicación posterior a las cosas, por aplicación de buen alumno. Con frecuencia, el profesor continúa siendo un alumno.
Simone de Beauvoir no escribe ni bien ni mal: no escribe. Posee un tipo de razonamiento contradictorio que sólo la convence a ella: “Se dice A; muy por el contrario lo verdadero es no-A, de donde B”; pero B está fuera del tema. Después de esto, ella se compara con Oscar Wilde. (Sí, sí, en Tout compte fait.) Ella se deja ir al lugar común y al cliché. Una muerte muy dulce: “Un cáncer. Estaba en el ambiente”. O cómo, en una mujer que no es vulgar, el cliché engendra una vulgaridad. En el mismo libro justifica el cliché con un cliché sin darse cuenta: “ ‘Es estúpido, decía mamá. ¡Es tan estúpido!' Sí: tan estúpido que hacía llorar”. Desmesuradamente desprovista de humor, le pone ironía a sus títulos, Memorias de una joven formal, Una muerte muy dulce, expresión utilizada por el médico de su madre que acaba de morir luego de penosos sufrimientos.
En presencia de la muerte, además de falta de sensibilidad, roza la falta de tacto, como en La ceremonia de los adioses, sobre la muerte de Sartre. Las últimas frases (“Su muerte nos separa. Mi muerte no nos reunirá. Es así; ya es hermoso que nuestras vidas hayan podido armonizar durante tanto tiempo”), la ponen en evidencia. Hay en Simone de Beauvoir una nobleza plácida.
La impresión de insensibilidad proviene de la distancia bastante considerable que guarda con relación a los otros y consigo misma, dondequiera que se coloque. Algo la ha conmovido, la vejez; sobe eso ha escrito un libro interesante. Desde que aborda el tema, su manera de escribir mejora: “Cuarenta años. Cuarenta y uno. Mi vejez estaba latente. Me acechaba desde el fondo del espejo. Me asombraba que avanzara hacia mí con paso tan seguro cuando en mí nada concordaba con ella” (La fuerza de las cosas).
Comenta sus propias obras, pero aún más las de Sartre; ¡y a esta jefa de prensa de su héroe es a la que se ha calificado de incendiaria! Hizo mucho por la liberación de las burguesas que la odiaban. De cierto modo, El segundo sexo es Simone de Beauvoir contra el siglo XIX. Y ella ganó. Fue calumniada sólo porque rechazaba las convenciones. Las convenciones le tienen horror a la oposición argumentada.
A veces es de una inocencia sorprendente. ¿Otra consecuencia de la condición de profesor de secundaria, que coloca a la gente fuera de la vida sin dejar de persuadirlos de estar adentro? En La fuerza de la edad, el pasaje donde cuenta que, de acuerdo con un amigo argelino, Sartre y ella eran “los franchutes que él hacía reír”; y ella no ve, no se da cuenta, ni siquiera considera la posibilidad de que este hombre pueda estarse burlando de ellos. En las memorias de una de sus amigas, Bianca Lamblin, uno ve a dos farsantes quitarles dinero bajo los pretextos más mentirosos y a ellos darlo con seriedad, “por rechazo de la prudencia financiera burguesa”. Es una escena de Molière.
Me hace pensar en Lamiel, la heroína de Stendhal que le paga a un hombre para que la desflore. Se ha preguntado con frecuencia cuál habría sido el final de esta novela inacabada: pues bien, la vida de Lamiel podría ser Simone de Beauvoir. Lamiel se convierte en profesora de filosofía, escribe libros honestos sobe la sociedad, provoca escándalo, se vuelve un éxito de público, cae en el olvido. Treinta años después, panfletarias feministas la califican de burguesa conservadora: se le redescubre en la televisión, viviendo sola en un departamentito obscuro donde cuece spaghettis.
Después de su muerte se han publicado sus correspondencias con Sartre, con el novelista estadounidense Nelson Algren, con el crítico Jacques-Laurent Bost (Gerbert en su primera novela, La invitada; Sartre ha transpuesto a Bost en Boris en La edad de la razón). Tanto por la cantidad como por lo maquinal, esas cartas recuerdan a las de George Sand. También por lo simpático. Las dos quieren ser buenas amigas con los cuates, quieren escribir como un cuate, pero a diferencia de un cuate, se toman su tiempo para decir el placer que sienten al estar con él.
Dantzig. Ensayista, poeta y narrador. Su libro más reciente es Je m'appelle Françoise (Grasset, 2007).
Traducción de Alberto Román.
*
Historia de una pareja mítica
por CATHERINE CLÉMENT
Es la historia de un hombrecito bizco y de una larguirucha jovencita de belleza austera; la historia de dos filósofos que con un mismo gesto le dieron la espalda a su disciplina por la novela; la historia de dos furibundos, de dos locos por la vida, cada uno para sí y todo para el otro, aferrados entre sí. Amor cortés llevado hasta la vejez, es la historia que uno sueña y no existe. De todas sus obras, es la más nueva, la más rica en sorpresas. ¿La habían presentido? La imagen de Sartre y Beauvoir liberó a tal punto a la pareja francesa del modelo del matrimonio, que en Francia, en la actualidad, más del cincuenta por ciento de los jóvenes rehúsan casarse. Pregúntenle a los recalcitrantes, se toparán con Sartre y Beauvoir: ¡qué horror el matrimonio! No hay vínculo institucional entre los amantes, vehículo de desgracias y veneno para el amor.
—Pero ustedes viven juntos, usan el mismo cepillo de dientes, tienen hijos…
—Sí, ¿y qué?
Bueno, Sartre y Beauvoir no vivieron juntos. Escuchen bien, jóvenes, el mito de los amantes unidos y desunidos. ¡Cuidado con las cuarteaduras! Lo que no ven es lo más interesante; lo que no se ha dicho es lo más serio. ¿Que si se amaron? Sí. ¿Como todo el mundo? No. ¿Forman ellos un modelo a seguir? Tal idea los sublevaría.
Todo comienza en 1924, cuando un joven normalista de 19 años le hace la ronda a una muchachita muy agasajada. Él es pequeño, feo y sin embargo se la liga. Pierde la primera cita, a la que ella ha enviado a su hermana. Y logra acostarse con ella, victoria frágil; el placer no está ahí. Simone hubiera podido escaparse si el genio de Sartre no hubiera inventado el mejor de los arpones: nada sentimental entre ellos, nada banal, pero sí la preferencia por la vida sin matrimonio. Ella será su “esposita morganática”. Bien educada, la señorita acepta este pacto con aroma platónico. Se acostarán cada quien por su lado y se lo dirán todo, trabajarán juntos; está dicho. Y así se hizo.
Piel lechosa, mirada acerada, la señorita conservará durante toda su vida esta apariencia de joven eterna. Beauvoir es tan seria que recibe el apodo inglés de Beaver, el Castor, animalillo constructor de suave pelambre. Al principio Sartre está muy enamorado de su “encantador Castor”. Poco importa la cama. Cuando están separados, él se acuesta por su parte y ella también. Como quedaron, se lo cuentan. El pacto es honrado, con sólo un pequeño detalle: Sartre se acuesta con mujeres, Simone también. No se ha sabido sino hasta después de su muerte, y hasta el final ella lo ha negado; pero no hay duda, Sartre era hetero y Simone bisexual hasta el dedo chiquito del pie. Pero este juego entre amantes no estaba destinado a hacerse público.
Que entre los dos haya habido mujeres en común, trío para la cama compartida, se adivinará en La invitada. Se conocen los nombres de Wanda y Olga, objetos sexuales atractivos por su pasividad; no se ignora nada de las amantes de Sartre, Michelle, Dolorès, Arlette, se sabe hasta no poder más, hasta azotar la puerta de la recámara por donde desfilan las actrices de reparto. Pero sobre todo uno puede leer la Correspondance croisée 1937-1940, entre Simone de Beauvoir y Jacques-Laurent Bost: soberbiamente editada por Sylvie Lebon de Beauvoir para Gallimard, estas cartas alcoholizadas y tiernas describen el Jardín de Amor y sus juegos sexuales, Simone encarnada en Domina reinante sobre todos y todas. No se ignorará nada de los embotellamientos amorosos que, en unos cuantos años, bloquean la vida de Sartre: al no abandonar a nadie, y dándole a cada una un poco de su tiempo, el pobre hombrecito muy pronto estará abrumado. Simone permanece vigilante. Ninguna tiene importancia si el pacto sobrevive. Pero el pacto es el tiempo que pasan juntos, con la mayor frecuencia posible.
No es Sartre el primero que colmará a Simone, es Nelson Algren, el amante estadounidense al que ella llama su marido y de quien conservará su anillo hasta el lecho de muerte. Con él tiene lugar la verdadera ternura de los cuerpos confundidos, pero nada más: como Sartre, Simone es fiel al pacto. Cada uno romperá un gran amor: una sola vez en su vida, acosado por Dolorès, la amante estadounidense, Sartre se ve en la obligación de romper con la ayuda de Simone; más tarde, Nelson se cansa, y es lo mismo pero a la inversa. Lejanos y posesivos, Dolorès y Nelson no entendieron nada de la película. Entre Sartre y Beauvoir, el vínculo no está roto.
La elección de las palabras
Pero si ya no cogen, ¿qué hacen juntos? Viajan a Cuba, viajan a Moscú y piensan a dos voces. De estas conversaciones cotidianas provienen los nuevos impulsos, las palabras de aliento, las relecturas; el ojo crítico de Simone y el ojo delicado de Sartre se posan en los manuscritos, con muy pocas palabras, pero a través de una corriente sensible, de un filtro intelectual que los une. A Simone le cuesta trabajo la novela y Sartre es quien se empecina en hacerla escribir. Él tiene mil veces más facilidad que ella, pero ella es más perseverante. Yendo de la novela al teatro y del ensayo al tratado de filosofía, Sartre no escribirá jamás su Gran Moral. En cuanto a Simone, ella lo ha escrito todo: la secuencia de los ensayos, que va de 1949 a 1970, del Segundo sexo a La vejez, pasando por la muerte de su madre y las Memorias, es de una coherencia impresionante. Él es un acróbata; ella, una maratonista.
Desde muy pronto han tomado una decisión: darle prioridad a la literatura. Cada uno tiene una obra por hacer y una vida que vivir. Sin el tiempo suficiente, Sartre funciona a base de anfetaminas, en una época en que su comercio es libre. Los dos beben mucho y cada uno se inquieta por el alcohol del otro. Su historia se droga en la fiesta, en las noches pasadas en blanco, en el café, en la embriaguez que, como cada uno sabe, engendra el pensamiento. ¡Y funciona! El primero que alcanza el éxito es Sartre, con una novela, La náusea. Once años más tarde Simone publica El segundo sexo, desatando una verdadera revolución en la conciencia de sus contemporáneas. Con Los mandarines ella obtiene el premio Goncourt en 1954, y diez años más tarde él rechaza el Nobel. Por lo demás, su fama se debe tanto a sus talentos como escritores como a su modo de vida: pues no se contentan con escribir, militan y se comprometen casi siempre juntos.
La fama llegó tarde, con la Liberación. Su guerra la han vivido entre camas y brumas, sin gran heroísmo; aparte de la actividad de reunir alimentos a la que todos estábamos sometidos, escribir, coger, ligar llenaba su Ocupación. Sin duda coquetearon con la idea de un grupo de Resistencia, pero pronto acabó y no insistieron en ello.
La guerra de Argelia provoca el sobresalto. Primera decisión arriesgada con el Manifiesto de los 121, en 1960, como acción de desobediencia civil; y de nuevo del lado de Simone con el Manifiesto de las Sucias, en los años setenta, por la abolición de las leyes represoras del aborto. Con el mismo sentido, la pareja se compromete con los esposos Rosenberg, con Fidel Castro, con los combatientes del Viet Minh, con los acelerados de Mayo 68, con los maoístas y las feministas, con el CNA en África del Sur, con los boat-people… Una sola nota discordante: para los boat-people Sartre va a ver a Giscard d'Estaing, mientras que Simone apoyará a François Mitterrand en dos ocasiones. Fuera de estos menudos desacuerdos presidenciales, nada. Cada hazaña es para el otro un nuevo punto de apoyo en el flanco de la montaña, y así van dándose la mano hasta la cima en esta cuerda de alpinistas.
La ceremonia de los adioses
El final es la muerte del primero de esta pareja de alpinistas. Ese día, en la primavera de 1980, los fotógrafos inmortalizan el romanticismo que han venido a buscar: Simone, vacilante, lanza una rosa en el obscuro hueco de la tumba de Sartre. Él ha muerto sin sufrimientos; para ello, Simone habrá hecho lo necesario. A las 10:45, sin avisar, completamente solo, el presidente Giscard ha ido a encerrarse al hospital, adelantándose al grupo de amigos. Seguido por el “pueblo de Sartre”, el entierro es una inmensa manifestación juvenil y alegre, una fiesta increíble. Para todos, Sartre no tiene más que una sola mujer, Simone. Frente a decenas de miles de manifestantes ensimismados, el entierro de Sartre la destina a la viudez pública. Embrutecida por la pena, entre empellones, en mal estado, la vieja dama asume la postura sin lágrimas, con grandeza. A la mañana siguiente fue necesario hospitalizarla; por un tiempo, Simone estuvo paralizada.
Pero cuando muere, seis años después, no hay manifestación, no hay presidente, no hay pueblo de Simone. Como si, una vez sin él, ella ya no fuera en público sino la mitad de la pareja. Aunque El segundo sexo haya cambiado de arriba abajo a varias generaciones de francesas, a Simone le faltó el Nobel. Por poco. Aun así, de los dos, el primero en la cuerda de ascenso fue Sartre y no Simone. Por más que se preocupara, desconfiara, se rebajara, se peleara por ella, Sartre no pudo luchar con el hecho testarudo: de los dos, él era el que tenía el pene; a pesar de su fragilidad, él era el hombre. Finalmente, con la colaboración de la edad, esta cuarteadura entre ellos acabó por ampliarse.
Un día Sartre le anuncia a Simone que, puesto que no tiene hijos, adoptará a Arlette Elkaïm, quien llevará su nombre y se encargará de su obra. Poco después Simone hará lo mismo con Sylvie Lebon. Helos ahí entonces, con sus albaceas respectivas, las dos adoptadas, las dos muchachas. Era razonable, pero ya no estaban solos. Llega la época de la formidable ofensiva feminista de los años setenta, que es asimismo la época de los maoístas. Pronto, cada uno se halla rodeado de un pequeño círculo: Sartre toma como secretario al teórico maoísta Pierre Victor, más conocido enseguida con su verdadero nombre de Benny Lévy, y Simone vive en medio de “sus niñas”. Entre los maos y las niñas se arma la gorda. Las niñas encuentran que los maos son unos machos, mientras los maos consideran que las niñas son burlonas. Sartre y Simone se pelean en la Coupole. Amamantados con leche de Edipo, sus chilpayates los dividen, obsesionados con separarlos. Para Simone es aún peor: Sartre publica en Le nouvel observateur una entrevista con Pierre Victor en la que reniega de toda su filosofía. La angustia de La náusea, la teoría de la contingencia, el compromiso ateo, todo esto saldado en provecho de un pensamiento místico judío. Pierre Victor, que conservaba toda su agudeza, pasa de la teoría maoísta al Talmud. Lo que sigue es una guerra de clanes entre la vieja guardia de Les temps modernes, guiada por Simone, y Sartre, quien ofrece batalla. ¿Qué? ¿Acaso no es libre?
Pues al parecer no. Para esas fechas, Sartre ha perdido la vista. ¿Puede pensar todavía si ya no ve? Simone no lo cree así. Del anciano decrépito ha trazado un retrato conmovedor en su obra maestra, La ceremonia de los adioses. Sartre moja los calzones, hay que darle de comer en la boca; la comida se le escurre mientras mastica, babea; el alcohol, las anfetaminas y el tabaco han devastado su sistema vascular. No obstante, el viejo Sartre es alegre, cariñoso, vivaz y elocuente, atento a todas las sorpresas de la vejez, pero Simone lo ve dirigirse hacia su final, como compañera fiel. Para ella es el último beso, que le pide en su lecho de muerte adelantando los labios; para ella son las últimas palabras, “Yo la amo mucho, mi Castorcito”, para ella es esta ceremonia que le corresponde por derecho. Y las últimas palabras de ella son las siguientes: “Está usted en su cajita, usted no saldrá y yo no lo alcanzaré; aun si me entierran a su lado, de mis cenizas a sus restos no habrá ningún traslado”.
Estas palabras sin concesión alguna a la inmortalidad son propias de ella. ¿Será que la traidora Isolda rechaza a su Tristán? ¡Oh, no! Palabras de duelo, estas frases con que abre La ceremonia de los adioses poseen tal fuerza de negación que en verdad fundan a la pareja mítica para la eternidad de la literatura. ¿A quién está dedicado el libro? “Para aquellos que amaron a Sartre, lo aman y lo amarán”. Y como si esto no fuera suficiente, para reforzar el poder de sus lazos, Simone añade una entrevista de 1974 entre los dos. ¡Y hay que escucharlos! Sus voces se parecían un poco: la de él metálica, un tanto chirriante; la de ella como hoja seca atravesada por la hoz, con la misma dicción breve, apenas perentoria, un hermoso fraseo preciso, de corto aliento. Lean, escuchen a Simone llevando a Sartre a hablar sobre el sexo, y a él respondiéndole con gentileza: “Sí, se me paraba con facilidad, pero con un placer mediocre, sí, soy más un masturbador que un copulador, sí, prefiero las caricias, sí, he sido un macho, sí, sí, sí…”.
¿Pero no se reunirían? Vamos. También en eso Simone hizo lo que faltaba. Sobre su lápida ella plantó la más roja de las rosas, ésa cuyas espinas rasguñan los cuerpos, pero cuyas raíces se hunden en los dos ataúdes, uno al lado del otro. Él no la hizo gozar, excepto en la cabeza; ella lo hizo gozar, enormemente, en la cabeza. Ella fue su paredros, prima, hermana, abuela, unida a su Chiquito consentido que fue en la infancia, un tierno y dulce bebé cuyo espíritu se echaba a volar.
Clément. Filósofa y novelista. Entre sus libros: Les fils de Freud sont fatigués y Révolution de l'inconscient .
Tomado de Les collections du magazine littéraire , hors-série no. 7, marzo-mayo 2005.
Traducción de Alberto Román.
Simone de Beauvoir volcó los reflectores del siglo XX sobre la figura de la mujer. Su libro, El segundo sexo , se erigió en bandera de la lucha feminista. Sus ideas auspiciaron una revolución social que todavía hoy escandaliza a las franjas más conservadoras. Al cumplirse el centenario de su nacimiento, confabulario ofrece una revisión crítica de esta inmensa figura de culto; repasa, también, la relación amorosa que Beauvoir sostuvo con Jean Paul Sartre. Acompañamos este paquete de homenaje con un comentario de la propia autora, con respecto a la factura de su libro emblemático.
Beauvoir: acechando desde el fondo del espejo
por CHARLES DANTZIG
Al final de su vida, se sacaba a Simone de Beauvoir como si fuera un ídolo oriental para que diera su opinión sobre cualquier cosa. Y por desgracia, ella opinaba. Como Sartre, había conservado algo del profesor que adora explicar. Y no estaba poco convencida de saber. La muerte, que pasa por todo, no perdona esos comportamientos: quien ha pontificado mucho, será no menos rechazado. Algo justo pero no menos injusto, pues lo bueno es arrastrado junto con lo malo.
Sus novelas son recuerdos más o menos hechos ficción donde ella escribe como Sartre, aunque sin las irregularidades ni las brillanteces. Como él, ella tiene un prejuicio del estilo hablado que es consecuencia de la seriedad con que siguió los estudios universitarios: eso le da un tono colegial que por lo demás no resulta antipático. Uno creería estar oyendo a Antoine Doinel en las películas de Truffaut. En ocasiones ella quiere hacer su estilo, lo cual se traduce por el empleo del antepresente: ¿influencia de las traducciones de novelas policiacas de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, como Horace McCoy?
Como sucedía con frecuencia en su época, Beauvoir está montada en la fe en lo real. Lo real entonces era como el pueblo: una palabra mágica y una caravana que la novela le hacía a la virtud. No se concebía lo real si no era sórdido, espeso, pesado. Para las gentes de ese tiempo, realidad quería decir barro. Creían ser realistas y no habían leído más que a Zola. Por lo demás, “Molesta por las convenciones novelescas, me plegaba a ellas, pero sin franqueza […]” (La fuerza de las cosas). El problema no es la hipocresía, sino que creyera en la existencia de convenciones novelescas.
La mejor Beauvoir está en sus relatos y sus memorias. No se puede decir que estén sobrecargados de literatura: cada cuarenta páginas reseña sus lecturas, como una especie de nota bene entre las cosas verdaderamente importantes, que son la política… y la política. En el curso de un viaje por Estados Unidos, se detiene en el pueblo de Natchez sin decir nada más que tiene cuarenta mil habitantes. Chateaubriand se habría sentido contrariado. Cuando pasa a la política, su vocabulario se corrompe y baja unos escalones mientras sube un tono: “Él le reveló la inteligibilidad de las relaciones humanas y la arrancó a su subjetividad”. (Uno diría que está repitiendo algo que no es de ella.) Ah, y la duda no es capaz de frenarla: “El futuro me ha dado la razón”, escribe serena (La fuerza de las cosas). ¡“El futuro me ha dado la razón”! Cómo resulta azaroso. El futuro cambia con frecuencia y el del año 2005 le da un violento mentís al futuro de 1963, cuando Simone de Beauvoir estaba tan segura de sí misma.
Lo cual me recuerda una frase de Madame de Staël en las Reflexiones sobre el suicidio: “Los defectos de los alemanes son más bien el resultado de sus circunstancias que de su carácter, y se corregirán, sin duda, si entre ellos existe un orden político hecho para dar una carrera a los hombres dignos de ser ciudadanos”. Sin duda, no es cierto, sin duda. La moderación es muy útil cuando no se quiere que el porvenir le contradiga. ¡Pero hasta qué punto se encuentra uno atrapado, a pesar de sí mismo, por el pensamiento dominante (que no necesariamente, como aquí, es el pensamiento del poder sino el que se comenta más)! Esta mujer tan independiente, tan realista, tan horrorizada por los abusos de la Revolución, escribe con un sentido de aprobación la palabra “ciudadano”.
Beauvoir posee algo de brutal. “No me interesa apelar al corazón cuando estimo tener la verdad para mí” (La fuerza de las cosas). Ahora, para ella la verdad además del futuro. Tengo que decir que esta arrogancia tiene sus cualidades. Una dignidad, una altura. Le falta piedad, pero ella no se hace a un lado. Uno puede sentir a la persona que no ha sufrido gravemente y prospera en un materialismo apacible, un egoísmo tranquilamente voraz. Se debe fabricarlos sin nervios. Más adelante, anota con honestidad: “Mis ensayos reflejan mis opciones prácticas y mis certidumbres intelectuales”; y claro está que no tiene muchos matices. Para muchos es un encanto.
Hay en su manera de escribir algo bovino. Regular, sin sorpresa, unido. Jamás levanta. La razón es la siguiente: están todas las palabras. Jamás una expresión concisa, jamás una elipse, jamás una falta de explicación. Sólo falta, a veces, lo indispensable. Por ejemplo, en Una muerte muy dulce, la expresión “reducción de cuerpo”, algo que le ha sucedido a su madre. Por otra parte es honesta, tanto como pesada. No disimula los hechos, los dichos, hasta el punto en que sus relatos se convierten, a veces,
sin que se dé cuenta, en confesiones. Revela sin cortapisas su egoísmo prodigioso como cuando escribe a propósito de su madre enferma: “No me interesaba particularmente volver a ver a mamá antes de su muerte; pero no soportaba la idea de que no me volviera a ver” (Una muerte muy dulce). Cuando refiere escenas, no se queda con la última palabra. No tiene prejuicios: más bien se sirve del prejuicio marxista para dar una explicación posterior a las cosas, por aplicación de buen alumno. Con frecuencia, el profesor continúa siendo un alumno.
Simone de Beauvoir no escribe ni bien ni mal: no escribe. Posee un tipo de razonamiento contradictorio que sólo la convence a ella: “Se dice A; muy por el contrario lo verdadero es no-A, de donde B”; pero B está fuera del tema. Después de esto, ella se compara con Oscar Wilde. (Sí, sí, en Tout compte fait.) Ella se deja ir al lugar común y al cliché. Una muerte muy dulce: “Un cáncer. Estaba en el ambiente”. O cómo, en una mujer que no es vulgar, el cliché engendra una vulgaridad. En el mismo libro justifica el cliché con un cliché sin darse cuenta: “ ‘Es estúpido, decía mamá. ¡Es tan estúpido!' Sí: tan estúpido que hacía llorar”. Desmesuradamente desprovista de humor, le pone ironía a sus títulos, Memorias de una joven formal, Una muerte muy dulce, expresión utilizada por el médico de su madre que acaba de morir luego de penosos sufrimientos.
En presencia de la muerte, además de falta de sensibilidad, roza la falta de tacto, como en La ceremonia de los adioses, sobre la muerte de Sartre. Las últimas frases (“Su muerte nos separa. Mi muerte no nos reunirá. Es así; ya es hermoso que nuestras vidas hayan podido armonizar durante tanto tiempo”), la ponen en evidencia. Hay en Simone de Beauvoir una nobleza plácida.
La impresión de insensibilidad proviene de la distancia bastante considerable que guarda con relación a los otros y consigo misma, dondequiera que se coloque. Algo la ha conmovido, la vejez; sobe eso ha escrito un libro interesante. Desde que aborda el tema, su manera de escribir mejora: “Cuarenta años. Cuarenta y uno. Mi vejez estaba latente. Me acechaba desde el fondo del espejo. Me asombraba que avanzara hacia mí con paso tan seguro cuando en mí nada concordaba con ella” (La fuerza de las cosas).
Comenta sus propias obras, pero aún más las de Sartre; ¡y a esta jefa de prensa de su héroe es a la que se ha calificado de incendiaria! Hizo mucho por la liberación de las burguesas que la odiaban. De cierto modo, El segundo sexo es Simone de Beauvoir contra el siglo XIX. Y ella ganó. Fue calumniada sólo porque rechazaba las convenciones. Las convenciones le tienen horror a la oposición argumentada.
A veces es de una inocencia sorprendente. ¿Otra consecuencia de la condición de profesor de secundaria, que coloca a la gente fuera de la vida sin dejar de persuadirlos de estar adentro? En La fuerza de la edad, el pasaje donde cuenta que, de acuerdo con un amigo argelino, Sartre y ella eran “los franchutes que él hacía reír”; y ella no ve, no se da cuenta, ni siquiera considera la posibilidad de que este hombre pueda estarse burlando de ellos. En las memorias de una de sus amigas, Bianca Lamblin, uno ve a dos farsantes quitarles dinero bajo los pretextos más mentirosos y a ellos darlo con seriedad, “por rechazo de la prudencia financiera burguesa”. Es una escena de Molière.
Me hace pensar en Lamiel, la heroína de Stendhal que le paga a un hombre para que la desflore. Se ha preguntado con frecuencia cuál habría sido el final de esta novela inacabada: pues bien, la vida de Lamiel podría ser Simone de Beauvoir. Lamiel se convierte en profesora de filosofía, escribe libros honestos sobe la sociedad, provoca escándalo, se vuelve un éxito de público, cae en el olvido. Treinta años después, panfletarias feministas la califican de burguesa conservadora: se le redescubre en la televisión, viviendo sola en un departamentito obscuro donde cuece spaghettis.
Después de su muerte se han publicado sus correspondencias con Sartre, con el novelista estadounidense Nelson Algren, con el crítico Jacques-Laurent Bost (Gerbert en su primera novela, La invitada; Sartre ha transpuesto a Bost en Boris en La edad de la razón). Tanto por la cantidad como por lo maquinal, esas cartas recuerdan a las de George Sand. También por lo simpático. Las dos quieren ser buenas amigas con los cuates, quieren escribir como un cuate, pero a diferencia de un cuate, se toman su tiempo para decir el placer que sienten al estar con él.
Dantzig. Ensayista, poeta y narrador. Su libro más reciente es Je m'appelle Françoise (Grasset, 2007).
Traducción de Alberto Román.
*
Historia de una pareja mítica
por CATHERINE CLÉMENT
Es la historia de un hombrecito bizco y de una larguirucha jovencita de belleza austera; la historia de dos filósofos que con un mismo gesto le dieron la espalda a su disciplina por la novela; la historia de dos furibundos, de dos locos por la vida, cada uno para sí y todo para el otro, aferrados entre sí. Amor cortés llevado hasta la vejez, es la historia que uno sueña y no existe. De todas sus obras, es la más nueva, la más rica en sorpresas. ¿La habían presentido? La imagen de Sartre y Beauvoir liberó a tal punto a la pareja francesa del modelo del matrimonio, que en Francia, en la actualidad, más del cincuenta por ciento de los jóvenes rehúsan casarse. Pregúntenle a los recalcitrantes, se toparán con Sartre y Beauvoir: ¡qué horror el matrimonio! No hay vínculo institucional entre los amantes, vehículo de desgracias y veneno para el amor.
—Pero ustedes viven juntos, usan el mismo cepillo de dientes, tienen hijos…
—Sí, ¿y qué?
Bueno, Sartre y Beauvoir no vivieron juntos. Escuchen bien, jóvenes, el mito de los amantes unidos y desunidos. ¡Cuidado con las cuarteaduras! Lo que no ven es lo más interesante; lo que no se ha dicho es lo más serio. ¿Que si se amaron? Sí. ¿Como todo el mundo? No. ¿Forman ellos un modelo a seguir? Tal idea los sublevaría.
Todo comienza en 1924, cuando un joven normalista de 19 años le hace la ronda a una muchachita muy agasajada. Él es pequeño, feo y sin embargo se la liga. Pierde la primera cita, a la que ella ha enviado a su hermana. Y logra acostarse con ella, victoria frágil; el placer no está ahí. Simone hubiera podido escaparse si el genio de Sartre no hubiera inventado el mejor de los arpones: nada sentimental entre ellos, nada banal, pero sí la preferencia por la vida sin matrimonio. Ella será su “esposita morganática”. Bien educada, la señorita acepta este pacto con aroma platónico. Se acostarán cada quien por su lado y se lo dirán todo, trabajarán juntos; está dicho. Y así se hizo.
Piel lechosa, mirada acerada, la señorita conservará durante toda su vida esta apariencia de joven eterna. Beauvoir es tan seria que recibe el apodo inglés de Beaver, el Castor, animalillo constructor de suave pelambre. Al principio Sartre está muy enamorado de su “encantador Castor”. Poco importa la cama. Cuando están separados, él se acuesta por su parte y ella también. Como quedaron, se lo cuentan. El pacto es honrado, con sólo un pequeño detalle: Sartre se acuesta con mujeres, Simone también. No se ha sabido sino hasta después de su muerte, y hasta el final ella lo ha negado; pero no hay duda, Sartre era hetero y Simone bisexual hasta el dedo chiquito del pie. Pero este juego entre amantes no estaba destinado a hacerse público.
Que entre los dos haya habido mujeres en común, trío para la cama compartida, se adivinará en La invitada. Se conocen los nombres de Wanda y Olga, objetos sexuales atractivos por su pasividad; no se ignora nada de las amantes de Sartre, Michelle, Dolorès, Arlette, se sabe hasta no poder más, hasta azotar la puerta de la recámara por donde desfilan las actrices de reparto. Pero sobre todo uno puede leer la Correspondance croisée 1937-1940, entre Simone de Beauvoir y Jacques-Laurent Bost: soberbiamente editada por Sylvie Lebon de Beauvoir para Gallimard, estas cartas alcoholizadas y tiernas describen el Jardín de Amor y sus juegos sexuales, Simone encarnada en Domina reinante sobre todos y todas. No se ignorará nada de los embotellamientos amorosos que, en unos cuantos años, bloquean la vida de Sartre: al no abandonar a nadie, y dándole a cada una un poco de su tiempo, el pobre hombrecito muy pronto estará abrumado. Simone permanece vigilante. Ninguna tiene importancia si el pacto sobrevive. Pero el pacto es el tiempo que pasan juntos, con la mayor frecuencia posible.
No es Sartre el primero que colmará a Simone, es Nelson Algren, el amante estadounidense al que ella llama su marido y de quien conservará su anillo hasta el lecho de muerte. Con él tiene lugar la verdadera ternura de los cuerpos confundidos, pero nada más: como Sartre, Simone es fiel al pacto. Cada uno romperá un gran amor: una sola vez en su vida, acosado por Dolorès, la amante estadounidense, Sartre se ve en la obligación de romper con la ayuda de Simone; más tarde, Nelson se cansa, y es lo mismo pero a la inversa. Lejanos y posesivos, Dolorès y Nelson no entendieron nada de la película. Entre Sartre y Beauvoir, el vínculo no está roto.
La elección de las palabras
Pero si ya no cogen, ¿qué hacen juntos? Viajan a Cuba, viajan a Moscú y piensan a dos voces. De estas conversaciones cotidianas provienen los nuevos impulsos, las palabras de aliento, las relecturas; el ojo crítico de Simone y el ojo delicado de Sartre se posan en los manuscritos, con muy pocas palabras, pero a través de una corriente sensible, de un filtro intelectual que los une. A Simone le cuesta trabajo la novela y Sartre es quien se empecina en hacerla escribir. Él tiene mil veces más facilidad que ella, pero ella es más perseverante. Yendo de la novela al teatro y del ensayo al tratado de filosofía, Sartre no escribirá jamás su Gran Moral. En cuanto a Simone, ella lo ha escrito todo: la secuencia de los ensayos, que va de 1949 a 1970, del Segundo sexo a La vejez, pasando por la muerte de su madre y las Memorias, es de una coherencia impresionante. Él es un acróbata; ella, una maratonista.
Desde muy pronto han tomado una decisión: darle prioridad a la literatura. Cada uno tiene una obra por hacer y una vida que vivir. Sin el tiempo suficiente, Sartre funciona a base de anfetaminas, en una época en que su comercio es libre. Los dos beben mucho y cada uno se inquieta por el alcohol del otro. Su historia se droga en la fiesta, en las noches pasadas en blanco, en el café, en la embriaguez que, como cada uno sabe, engendra el pensamiento. ¡Y funciona! El primero que alcanza el éxito es Sartre, con una novela, La náusea. Once años más tarde Simone publica El segundo sexo, desatando una verdadera revolución en la conciencia de sus contemporáneas. Con Los mandarines ella obtiene el premio Goncourt en 1954, y diez años más tarde él rechaza el Nobel. Por lo demás, su fama se debe tanto a sus talentos como escritores como a su modo de vida: pues no se contentan con escribir, militan y se comprometen casi siempre juntos.
La fama llegó tarde, con la Liberación. Su guerra la han vivido entre camas y brumas, sin gran heroísmo; aparte de la actividad de reunir alimentos a la que todos estábamos sometidos, escribir, coger, ligar llenaba su Ocupación. Sin duda coquetearon con la idea de un grupo de Resistencia, pero pronto acabó y no insistieron en ello.
La guerra de Argelia provoca el sobresalto. Primera decisión arriesgada con el Manifiesto de los 121, en 1960, como acción de desobediencia civil; y de nuevo del lado de Simone con el Manifiesto de las Sucias, en los años setenta, por la abolición de las leyes represoras del aborto. Con el mismo sentido, la pareja se compromete con los esposos Rosenberg, con Fidel Castro, con los combatientes del Viet Minh, con los acelerados de Mayo 68, con los maoístas y las feministas, con el CNA en África del Sur, con los boat-people… Una sola nota discordante: para los boat-people Sartre va a ver a Giscard d'Estaing, mientras que Simone apoyará a François Mitterrand en dos ocasiones. Fuera de estos menudos desacuerdos presidenciales, nada. Cada hazaña es para el otro un nuevo punto de apoyo en el flanco de la montaña, y así van dándose la mano hasta la cima en esta cuerda de alpinistas.
La ceremonia de los adioses
El final es la muerte del primero de esta pareja de alpinistas. Ese día, en la primavera de 1980, los fotógrafos inmortalizan el romanticismo que han venido a buscar: Simone, vacilante, lanza una rosa en el obscuro hueco de la tumba de Sartre. Él ha muerto sin sufrimientos; para ello, Simone habrá hecho lo necesario. A las 10:45, sin avisar, completamente solo, el presidente Giscard ha ido a encerrarse al hospital, adelantándose al grupo de amigos. Seguido por el “pueblo de Sartre”, el entierro es una inmensa manifestación juvenil y alegre, una fiesta increíble. Para todos, Sartre no tiene más que una sola mujer, Simone. Frente a decenas de miles de manifestantes ensimismados, el entierro de Sartre la destina a la viudez pública. Embrutecida por la pena, entre empellones, en mal estado, la vieja dama asume la postura sin lágrimas, con grandeza. A la mañana siguiente fue necesario hospitalizarla; por un tiempo, Simone estuvo paralizada.
Pero cuando muere, seis años después, no hay manifestación, no hay presidente, no hay pueblo de Simone. Como si, una vez sin él, ella ya no fuera en público sino la mitad de la pareja. Aunque El segundo sexo haya cambiado de arriba abajo a varias generaciones de francesas, a Simone le faltó el Nobel. Por poco. Aun así, de los dos, el primero en la cuerda de ascenso fue Sartre y no Simone. Por más que se preocupara, desconfiara, se rebajara, se peleara por ella, Sartre no pudo luchar con el hecho testarudo: de los dos, él era el que tenía el pene; a pesar de su fragilidad, él era el hombre. Finalmente, con la colaboración de la edad, esta cuarteadura entre ellos acabó por ampliarse.
Un día Sartre le anuncia a Simone que, puesto que no tiene hijos, adoptará a Arlette Elkaïm, quien llevará su nombre y se encargará de su obra. Poco después Simone hará lo mismo con Sylvie Lebon. Helos ahí entonces, con sus albaceas respectivas, las dos adoptadas, las dos muchachas. Era razonable, pero ya no estaban solos. Llega la época de la formidable ofensiva feminista de los años setenta, que es asimismo la época de los maoístas. Pronto, cada uno se halla rodeado de un pequeño círculo: Sartre toma como secretario al teórico maoísta Pierre Victor, más conocido enseguida con su verdadero nombre de Benny Lévy, y Simone vive en medio de “sus niñas”. Entre los maos y las niñas se arma la gorda. Las niñas encuentran que los maos son unos machos, mientras los maos consideran que las niñas son burlonas. Sartre y Simone se pelean en la Coupole. Amamantados con leche de Edipo, sus chilpayates los dividen, obsesionados con separarlos. Para Simone es aún peor: Sartre publica en Le nouvel observateur una entrevista con Pierre Victor en la que reniega de toda su filosofía. La angustia de La náusea, la teoría de la contingencia, el compromiso ateo, todo esto saldado en provecho de un pensamiento místico judío. Pierre Victor, que conservaba toda su agudeza, pasa de la teoría maoísta al Talmud. Lo que sigue es una guerra de clanes entre la vieja guardia de Les temps modernes, guiada por Simone, y Sartre, quien ofrece batalla. ¿Qué? ¿Acaso no es libre?
Pues al parecer no. Para esas fechas, Sartre ha perdido la vista. ¿Puede pensar todavía si ya no ve? Simone no lo cree así. Del anciano decrépito ha trazado un retrato conmovedor en su obra maestra, La ceremonia de los adioses. Sartre moja los calzones, hay que darle de comer en la boca; la comida se le escurre mientras mastica, babea; el alcohol, las anfetaminas y el tabaco han devastado su sistema vascular. No obstante, el viejo Sartre es alegre, cariñoso, vivaz y elocuente, atento a todas las sorpresas de la vejez, pero Simone lo ve dirigirse hacia su final, como compañera fiel. Para ella es el último beso, que le pide en su lecho de muerte adelantando los labios; para ella son las últimas palabras, “Yo la amo mucho, mi Castorcito”, para ella es esta ceremonia que le corresponde por derecho. Y las últimas palabras de ella son las siguientes: “Está usted en su cajita, usted no saldrá y yo no lo alcanzaré; aun si me entierran a su lado, de mis cenizas a sus restos no habrá ningún traslado”.
Estas palabras sin concesión alguna a la inmortalidad son propias de ella. ¿Será que la traidora Isolda rechaza a su Tristán? ¡Oh, no! Palabras de duelo, estas frases con que abre La ceremonia de los adioses poseen tal fuerza de negación que en verdad fundan a la pareja mítica para la eternidad de la literatura. ¿A quién está dedicado el libro? “Para aquellos que amaron a Sartre, lo aman y lo amarán”. Y como si esto no fuera suficiente, para reforzar el poder de sus lazos, Simone añade una entrevista de 1974 entre los dos. ¡Y hay que escucharlos! Sus voces se parecían un poco: la de él metálica, un tanto chirriante; la de ella como hoja seca atravesada por la hoz, con la misma dicción breve, apenas perentoria, un hermoso fraseo preciso, de corto aliento. Lean, escuchen a Simone llevando a Sartre a hablar sobre el sexo, y a él respondiéndole con gentileza: “Sí, se me paraba con facilidad, pero con un placer mediocre, sí, soy más un masturbador que un copulador, sí, prefiero las caricias, sí, he sido un macho, sí, sí, sí…”.
¿Pero no se reunirían? Vamos. También en eso Simone hizo lo que faltaba. Sobre su lápida ella plantó la más roja de las rosas, ésa cuyas espinas rasguñan los cuerpos, pero cuyas raíces se hunden en los dos ataúdes, uno al lado del otro. Él no la hizo gozar, excepto en la cabeza; ella lo hizo gozar, enormemente, en la cabeza. Ella fue su paredros, prima, hermana, abuela, unida a su Chiquito consentido que fue en la infancia, un tierno y dulce bebé cuyo espíritu se echaba a volar.
Clément. Filósofa y novelista. Entre sus libros: Les fils de Freud sont fatigués y Révolution de l'inconscient .
Tomado de Les collections du magazine littéraire , hors-série no. 7, marzo-mayo 2005.
Traducción de Alberto Román.
Una mentira disfrazada de arte
26 de enero de 2008
La semana pasada se inauguró con bombo y platillo el museo nómada, estructura de bambú que domina buena parte del Zócalo capitalino. El recinto se convirtió instantáneamente en el suceso cultural del año: 30 mil visitantes en tan sólo dos días. Sin embargo, cabría preguntarse cuál es el verdadero discurso de la muestra de Gregory Colbert, así como la tramoya de las políticas culturales del GDF. El siguiente ensayo, “El new age nómada: Ashes and Snob”, aporta una visión crítica que, ante todo, nos advierte sobre los riesgos y perversiones de confundir arte con espectáculo.
El museo nómada: una mentira disfrazada de arte
Por JOSÉ LUIS BARRIOS
Emulando un cuadernillo hindú de papel hecho a mano, recibí el pasado martes 15 de enero una invitación para asistir a la recepción privada organizada por The Rolex Institute con motivo de la pre-inauguración de la exposición Ashes and Snow del artista Gregory Colbert. Desde luego fue un evento con todo y alfombra roja y la asistencia de distinguidísimas personalidades del mundo del arte y la cultura, ese mundo donde se confunde (¿deliberamente?) a la Callas con Maribel Guardia, a López Dóriga con Alain Finkielkraut. Bastó con entrar al recinto nómada de varios millones de pesos y 5 mil 600 metros cuadrados para de inmediato darse cuenta de la obscenidad con la que funcionan las relaciones entre poder, arte y política. Vayamos por partes:
1. De la vida como materia estética a la estetización de la vida en la obra de Gregory ColbertEl new age ha sido durante las últimas tres décadas una de las versiones con las que el confort moral de la sociedad pequeño burguesa ha querido reconciliarse con el mundo natural. Si bien es cierto que en la Historia del Arte y de la Cultura las relaciones del arte con la naturaleza han sido una constante, también es cierto que en esta relación la naturaleza ha sido el trasfondo sagrado en el que se soporta el conflicto fundamental entre la vida y la humanidad. El new age, como toda falacia, parte de un engaño: la idea de considerar que la naturaleza, lo vivo, habita en estado de armonía consigo misma y que en algún momento existió un paraíso perdido donde la serpiente y el hombre convivían en paz perpetua. Como ya lo observara Adorno en el primer tercio del siglo XX: cuando se quiere explicar los hechos históricos y los procesos sociales y culturales por la construcción mítica de lugares originarios y anteriores a la historia, lo que se produce es un engaño. Un engaño que en el caso de las fotografías de Colbert se fabrica en tres registros: 1. La falacia de pensar que la fotografía es verdad porque toma lo real. Ya sus encuadres, tomas y desde luego la pose, nos muestran que esas imágenes dependen de la mirada del fotógrafo. No hay realidad porque no hay punctum o accidente, como afirmara Barthes. Apelar a la paciencia de la naturaleza para justificar la posibilidad de estas imágenes supone sobre todo pensar que entre el paisaje que depende de la mirada del artista y la vida animal existe una complicidad que no encuentro cómo justificar, y que en el mejor de los casos es una proyección de la fantasía del sujeto o sujetos sobre la vida natural. 2. La exotización del otro como el único humano que es cómplice de la naturaleza y que verdaderamente la comprende. Esto quizá sea uno de los aspectos más problemáticos de estas fotografías. No sólo la vida animal está pensada desde una nostalgia más bien conservadora de lo que es la naturaleza, sino que al ubicar al otro (niño, mujer, etc.), la mirada del artista reproduce las formas de representación colonialista y logofalocéntrica de Occidente. El abuso de modelos infantiles en sus fotos son un recurso retórico que no funciona de manera muy distinta a la ética de la piedad del Teletón. 3. Finalmente, construir un espacio estético-fotográfico de representación a partir de una des-historización mítica del otro exótico y la naturaleza, no significa la realidad de la relación rural y el otro como salvaje, sino más bien la imposición de la mirada del artista como Sujeto colonizador que estetiza la naturaleza para el deleite contemplativo del habitante de la modernidad postindustrial, más si éste es el hombre-masa para el cual la naturaleza significa sobre todo disfrute y placer: la playa o la aventura. Un niño dormido sobre un elefante o unos chitas que pacientemente están echados a lado de unos seres humanos, emulan una nostalgia por un paraíso que en realidad nunca existió. Colbert fabrica una paz y una armonía que funciona más como consuelo que como realidad. Habría que preguntarle a un indio o a un africano si el paisaje es tan puro y los animales tan generosos, y si la vida humana se entiende sin el significado ético que tiene el trabajo en las relaciones entre cultura, arte y naturaleza.
2. El espacio nómada: bambú y concretoSi Colbert estetiza al otro y a la naturaleza para des-historizarlos y despolitizarlos, la reciente política de cultura y deporte del Gobierno de Distrito Federal (viejo concepto de las relaciones entre arte y ejercicio de los regímenes populistas), léase pista de hielo y museo, pareciera que tiene un pobre entendimiento de la noción de espacio y arte público. Si bien es cierto que la reapropicación del espacio público por sus habitantes es una estrategia correcta de neutralización de la violencia cotidiana, esto no significa que cualquier actividad o evento artístico por hacerlo tenga sentido. No voy a discutir en este espacio la función política del arte como crítica y reconfigurador de la experiencia de lo común, que en última instancia es lo que define la relación entre estética y política, pero es sobre esta idea sobre la que habría que definir o al menos problematizar las políticas culturales no sólo del D.F. sino del país completo, en torno al sentido de las relaciones entre arte y espacio público. Sin embargo, considero oportuno tomar en cuenta esta idea para aproximarnos a las implicaciones que tiene no sólo el concepto de nómada sino también el de museo en el contexto del Zócalo como el sitio público más importante, por lo menos simbólicamente, de todo el país.Quizá lo más rescatable de la “intervención” de Colbert en el Zócalo sea la construcción efímera que realizó el arquitecto colombiano Simón Vélez. Sin embargo, no basta con la buena realización tanto estética como técnica para que una construcción de tales dimensiones tenga sentido en un espacio como el Zócalo. Desde el problema de las relaciones de escala horizontal y vertical con la plaza, hasta su función, son problemáticos. A esto habría que añadir la confusión, que no es meramente semántica, de llamar museo a lo que es una mera museografía, es decir, a una escenografía que soporta una puesta en escena. Algo similar sucede con el concepto de nómada. Para alguien que esté mínimamente involucrado en las problemáticas del arte y la geopolítica contemporáneas, lo nómada supone algo más que el desplazamiento de una exposición de un lugar a otro, y otra cosa que una temática que lo relaciona con lo salvaje animal o lo “bárbaro” humano. Supone al inmigrante ilegal, al desplazado, el refugiado o al exiliado político y a la frontera; supone también la política de los afectos como forma de resistencia, y las formas y expresiones artísticas como desplazamientos del canon de lo bello y la movilidad constante del significante arte. En fin, supone algo más que la transferencia de la figura decimonónica del viajero o el antropólogo, algo que a la hora que se inscribe en su versión posmoderna new age, lo que produce es una pura estetización. Estetización a la que no es ajena el espacio expresamente construido para albergar la exposición Ashes and Snow. El bambú, la iluminación intimista y los ojos de agua que enmarcan los pasillos del recorrido, producen una suerte de Tiki room Zen a la Busch Gardens que no tiene nada que ver con el impulso, si bien caótico, por ello también vital y conflictivo del Zócalo. La pregunta es clara: ¿puede pensarse un espacio de remanso cósmico en el centro de una de las ciudades más grandes y complejas del mundo? ¿Ironía o cinismo? Algo de eso, nada de remanso, pero sobre todo una pregunta que tiene que ver con cuál es la función del arte público como construcción de sociabilidad y lugar político. El mero intento de restituir y simular una complicidad “originaria” entre el espacio natural y lo humano a partir de la interrupción de la función política de lo público, es tomar jugo de uva en lugar de vino, tal y como sucede en las telenovelas. Si en la historia de la política cultural reciente, para la derecha Frida y Diego son capitales retóricos para legitimarse en las tradiciones del arte mexicano globalizado, pareciera que la izquierda coquetea con las formas suavizadas de la sociedad del espectáculo para prometer una modernidad y una vanguardia que por principio no tiene nada que ver con la puesta en escena de paraísos artificiales. Aún más, si quisiéramos limitarnos al mero asunto del diseño urbano, el emplazamiento de este espacio es una obstrucción a la traza del zócalo. Es cierto que lo mismo se podría decir de los templetes para los discursos de propios y ajenos, sin embargo su sentido y función son distintos. Este museo nómada es un espacio que se explica por su interioridad, lo que sin duda lo pone en conflicto con la función al menos histórica que tiene la enorme plancha del centro de la ciudad de México. Para decirlo en una palabra: la intervención de este museo en este espacio supone una transacción entre la noción aséptica del arte como contemplación y la afectación socio-política que lo define. Más fácil, entre la pista de hielo y el museo nómada, el Zócalo es más una suerte de Parque de diversiones que un lugar de flujo político; pero aún así, si tuviera que elegir entre la pista y el museo, prefiero la pista. Ésta al menos se acerca a ciertas formas de lo festivo y lo carnavalesco que le dan mayor legitimidad vital y social.
3. La estetización zen como producción de engaño o el cinismo de la sociedad del espectáculoSi bien es cierto que una ciudad como espacio fundamentalmente político no se entiende sin la práctica artística como momento crítico de la propia condición de lo político, es importante diferenciar en qué consiste una oferta que apuesta por la educación como construcción de subjetividad crítica y la idea del arte como espectáculo. En la crítica a la ilustración que en su momento hicieran Adorno y Horkheimer a la sociedad de masas, apuntaban las formas en que la industria cultural, uno de los productos más elaborados del capitalismo, era alienante en tanto hacía de la fantasía el instrumento mismo de la ideología dominante. Una maquinaria donde la radio, el cine, la televisión y los medios impresos, son las mediaciones y los soportes de las producciones imaginarias de la cultura como inhibidora de la afectividad y de la crítica. La lógica de homogeneización de éstos opera bajo dos principios: la construcción de visibilidad del producto (objeto) y la fabricación de deseo en el consumidor. Algo a lo que sin duda no se puede sustraer la propuesta de Ashes and Snow, desde la cobertura que Televisa le dio, pasando por la alfombra roja donde el star system del canal de las estrellas desfiló, hasta una estética que sueña con la reconciliación a-histórica del hombre con los animales a partir de los lugares más comunes de la noción del arte. Este museo nómada es un alarde más de la sociedad del espectáculo y su delirio: una producción de la ilusión como engaño. Una maquinaria sin duda bien aceitada que busca elevar la credibiliad de la empresa al promover “actividades” culturales para el “pueblo” a partir de la puesta en escena de sus estrellas, que le representan una doble rentabilidad de imagen, de ahí la importancia de la teatralidad de la pre-inauguración. El objeto de la fantasía del entretenimiento se transfiere como receptor de arte a través del “actor”, el cuerpo del ídolo funciona como mediación entre la empresa y el “pueblo” para justificar la intervención del Zócalo. En suma, una transferencia de la fantasía del entretenimiento como legitimador de un gusto por lo new age. Lo menos que podemos hacer es tener alguna sospecha sobre el modo en que funciona la industria cultural como legitimadora del gusto por el new age: si no nos podemos conciliar con nosotros mismos como sociedad, a lo mejor vale la pena intentar conciliarnos con un elefante, un chimpancé o una ballena.
Barrios. Académico de Filosofía en la UIA y director de la revista Curare. Su más reciente libroes Símbolos, fantasmas, afectos (Casa Vecina, 2007).
La semana pasada se inauguró con bombo y platillo el museo nómada, estructura de bambú que domina buena parte del Zócalo capitalino. El recinto se convirtió instantáneamente en el suceso cultural del año: 30 mil visitantes en tan sólo dos días. Sin embargo, cabría preguntarse cuál es el verdadero discurso de la muestra de Gregory Colbert, así como la tramoya de las políticas culturales del GDF. El siguiente ensayo, “El new age nómada: Ashes and Snob”, aporta una visión crítica que, ante todo, nos advierte sobre los riesgos y perversiones de confundir arte con espectáculo.
El museo nómada: una mentira disfrazada de arte
Por JOSÉ LUIS BARRIOS
Emulando un cuadernillo hindú de papel hecho a mano, recibí el pasado martes 15 de enero una invitación para asistir a la recepción privada organizada por The Rolex Institute con motivo de la pre-inauguración de la exposición Ashes and Snow del artista Gregory Colbert. Desde luego fue un evento con todo y alfombra roja y la asistencia de distinguidísimas personalidades del mundo del arte y la cultura, ese mundo donde se confunde (¿deliberamente?) a la Callas con Maribel Guardia, a López Dóriga con Alain Finkielkraut. Bastó con entrar al recinto nómada de varios millones de pesos y 5 mil 600 metros cuadrados para de inmediato darse cuenta de la obscenidad con la que funcionan las relaciones entre poder, arte y política. Vayamos por partes:
1. De la vida como materia estética a la estetización de la vida en la obra de Gregory ColbertEl new age ha sido durante las últimas tres décadas una de las versiones con las que el confort moral de la sociedad pequeño burguesa ha querido reconciliarse con el mundo natural. Si bien es cierto que en la Historia del Arte y de la Cultura las relaciones del arte con la naturaleza han sido una constante, también es cierto que en esta relación la naturaleza ha sido el trasfondo sagrado en el que se soporta el conflicto fundamental entre la vida y la humanidad. El new age, como toda falacia, parte de un engaño: la idea de considerar que la naturaleza, lo vivo, habita en estado de armonía consigo misma y que en algún momento existió un paraíso perdido donde la serpiente y el hombre convivían en paz perpetua. Como ya lo observara Adorno en el primer tercio del siglo XX: cuando se quiere explicar los hechos históricos y los procesos sociales y culturales por la construcción mítica de lugares originarios y anteriores a la historia, lo que se produce es un engaño. Un engaño que en el caso de las fotografías de Colbert se fabrica en tres registros: 1. La falacia de pensar que la fotografía es verdad porque toma lo real. Ya sus encuadres, tomas y desde luego la pose, nos muestran que esas imágenes dependen de la mirada del fotógrafo. No hay realidad porque no hay punctum o accidente, como afirmara Barthes. Apelar a la paciencia de la naturaleza para justificar la posibilidad de estas imágenes supone sobre todo pensar que entre el paisaje que depende de la mirada del artista y la vida animal existe una complicidad que no encuentro cómo justificar, y que en el mejor de los casos es una proyección de la fantasía del sujeto o sujetos sobre la vida natural. 2. La exotización del otro como el único humano que es cómplice de la naturaleza y que verdaderamente la comprende. Esto quizá sea uno de los aspectos más problemáticos de estas fotografías. No sólo la vida animal está pensada desde una nostalgia más bien conservadora de lo que es la naturaleza, sino que al ubicar al otro (niño, mujer, etc.), la mirada del artista reproduce las formas de representación colonialista y logofalocéntrica de Occidente. El abuso de modelos infantiles en sus fotos son un recurso retórico que no funciona de manera muy distinta a la ética de la piedad del Teletón. 3. Finalmente, construir un espacio estético-fotográfico de representación a partir de una des-historización mítica del otro exótico y la naturaleza, no significa la realidad de la relación rural y el otro como salvaje, sino más bien la imposición de la mirada del artista como Sujeto colonizador que estetiza la naturaleza para el deleite contemplativo del habitante de la modernidad postindustrial, más si éste es el hombre-masa para el cual la naturaleza significa sobre todo disfrute y placer: la playa o la aventura. Un niño dormido sobre un elefante o unos chitas que pacientemente están echados a lado de unos seres humanos, emulan una nostalgia por un paraíso que en realidad nunca existió. Colbert fabrica una paz y una armonía que funciona más como consuelo que como realidad. Habría que preguntarle a un indio o a un africano si el paisaje es tan puro y los animales tan generosos, y si la vida humana se entiende sin el significado ético que tiene el trabajo en las relaciones entre cultura, arte y naturaleza.
2. El espacio nómada: bambú y concretoSi Colbert estetiza al otro y a la naturaleza para des-historizarlos y despolitizarlos, la reciente política de cultura y deporte del Gobierno de Distrito Federal (viejo concepto de las relaciones entre arte y ejercicio de los regímenes populistas), léase pista de hielo y museo, pareciera que tiene un pobre entendimiento de la noción de espacio y arte público. Si bien es cierto que la reapropicación del espacio público por sus habitantes es una estrategia correcta de neutralización de la violencia cotidiana, esto no significa que cualquier actividad o evento artístico por hacerlo tenga sentido. No voy a discutir en este espacio la función política del arte como crítica y reconfigurador de la experiencia de lo común, que en última instancia es lo que define la relación entre estética y política, pero es sobre esta idea sobre la que habría que definir o al menos problematizar las políticas culturales no sólo del D.F. sino del país completo, en torno al sentido de las relaciones entre arte y espacio público. Sin embargo, considero oportuno tomar en cuenta esta idea para aproximarnos a las implicaciones que tiene no sólo el concepto de nómada sino también el de museo en el contexto del Zócalo como el sitio público más importante, por lo menos simbólicamente, de todo el país.Quizá lo más rescatable de la “intervención” de Colbert en el Zócalo sea la construcción efímera que realizó el arquitecto colombiano Simón Vélez. Sin embargo, no basta con la buena realización tanto estética como técnica para que una construcción de tales dimensiones tenga sentido en un espacio como el Zócalo. Desde el problema de las relaciones de escala horizontal y vertical con la plaza, hasta su función, son problemáticos. A esto habría que añadir la confusión, que no es meramente semántica, de llamar museo a lo que es una mera museografía, es decir, a una escenografía que soporta una puesta en escena. Algo similar sucede con el concepto de nómada. Para alguien que esté mínimamente involucrado en las problemáticas del arte y la geopolítica contemporáneas, lo nómada supone algo más que el desplazamiento de una exposición de un lugar a otro, y otra cosa que una temática que lo relaciona con lo salvaje animal o lo “bárbaro” humano. Supone al inmigrante ilegal, al desplazado, el refugiado o al exiliado político y a la frontera; supone también la política de los afectos como forma de resistencia, y las formas y expresiones artísticas como desplazamientos del canon de lo bello y la movilidad constante del significante arte. En fin, supone algo más que la transferencia de la figura decimonónica del viajero o el antropólogo, algo que a la hora que se inscribe en su versión posmoderna new age, lo que produce es una pura estetización. Estetización a la que no es ajena el espacio expresamente construido para albergar la exposición Ashes and Snow. El bambú, la iluminación intimista y los ojos de agua que enmarcan los pasillos del recorrido, producen una suerte de Tiki room Zen a la Busch Gardens que no tiene nada que ver con el impulso, si bien caótico, por ello también vital y conflictivo del Zócalo. La pregunta es clara: ¿puede pensarse un espacio de remanso cósmico en el centro de una de las ciudades más grandes y complejas del mundo? ¿Ironía o cinismo? Algo de eso, nada de remanso, pero sobre todo una pregunta que tiene que ver con cuál es la función del arte público como construcción de sociabilidad y lugar político. El mero intento de restituir y simular una complicidad “originaria” entre el espacio natural y lo humano a partir de la interrupción de la función política de lo público, es tomar jugo de uva en lugar de vino, tal y como sucede en las telenovelas. Si en la historia de la política cultural reciente, para la derecha Frida y Diego son capitales retóricos para legitimarse en las tradiciones del arte mexicano globalizado, pareciera que la izquierda coquetea con las formas suavizadas de la sociedad del espectáculo para prometer una modernidad y una vanguardia que por principio no tiene nada que ver con la puesta en escena de paraísos artificiales. Aún más, si quisiéramos limitarnos al mero asunto del diseño urbano, el emplazamiento de este espacio es una obstrucción a la traza del zócalo. Es cierto que lo mismo se podría decir de los templetes para los discursos de propios y ajenos, sin embargo su sentido y función son distintos. Este museo nómada es un espacio que se explica por su interioridad, lo que sin duda lo pone en conflicto con la función al menos histórica que tiene la enorme plancha del centro de la ciudad de México. Para decirlo en una palabra: la intervención de este museo en este espacio supone una transacción entre la noción aséptica del arte como contemplación y la afectación socio-política que lo define. Más fácil, entre la pista de hielo y el museo nómada, el Zócalo es más una suerte de Parque de diversiones que un lugar de flujo político; pero aún así, si tuviera que elegir entre la pista y el museo, prefiero la pista. Ésta al menos se acerca a ciertas formas de lo festivo y lo carnavalesco que le dan mayor legitimidad vital y social.
3. La estetización zen como producción de engaño o el cinismo de la sociedad del espectáculoSi bien es cierto que una ciudad como espacio fundamentalmente político no se entiende sin la práctica artística como momento crítico de la propia condición de lo político, es importante diferenciar en qué consiste una oferta que apuesta por la educación como construcción de subjetividad crítica y la idea del arte como espectáculo. En la crítica a la ilustración que en su momento hicieran Adorno y Horkheimer a la sociedad de masas, apuntaban las formas en que la industria cultural, uno de los productos más elaborados del capitalismo, era alienante en tanto hacía de la fantasía el instrumento mismo de la ideología dominante. Una maquinaria donde la radio, el cine, la televisión y los medios impresos, son las mediaciones y los soportes de las producciones imaginarias de la cultura como inhibidora de la afectividad y de la crítica. La lógica de homogeneización de éstos opera bajo dos principios: la construcción de visibilidad del producto (objeto) y la fabricación de deseo en el consumidor. Algo a lo que sin duda no se puede sustraer la propuesta de Ashes and Snow, desde la cobertura que Televisa le dio, pasando por la alfombra roja donde el star system del canal de las estrellas desfiló, hasta una estética que sueña con la reconciliación a-histórica del hombre con los animales a partir de los lugares más comunes de la noción del arte. Este museo nómada es un alarde más de la sociedad del espectáculo y su delirio: una producción de la ilusión como engaño. Una maquinaria sin duda bien aceitada que busca elevar la credibiliad de la empresa al promover “actividades” culturales para el “pueblo” a partir de la puesta en escena de sus estrellas, que le representan una doble rentabilidad de imagen, de ahí la importancia de la teatralidad de la pre-inauguración. El objeto de la fantasía del entretenimiento se transfiere como receptor de arte a través del “actor”, el cuerpo del ídolo funciona como mediación entre la empresa y el “pueblo” para justificar la intervención del Zócalo. En suma, una transferencia de la fantasía del entretenimiento como legitimador de un gusto por lo new age. Lo menos que podemos hacer es tener alguna sospecha sobre el modo en que funciona la industria cultural como legitimadora del gusto por el new age: si no nos podemos conciliar con nosotros mismos como sociedad, a lo mejor vale la pena intentar conciliarnos con un elefante, un chimpancé o una ballena.
Barrios. Académico de Filosofía en la UIA y director de la revista Curare. Su más reciente libroes Símbolos, fantasmas, afectos (Casa Vecina, 2007).
El vuelo de Saint-Ex
29 de Marzo de 2008
Ante las declaraciones de un piloto de la Luftwaffe, la misteriosa desaparición de Antoine de Saint-Exupéry ha vuelto, después de 64 años, a ser noticia. Las líneas que siguen recorren la compleja personalidad de un hombre capaz de sobrevolar el desierto en un aparato rudimentario y de inventar a un pequeño príncipe que cuida de una rosa.
El vuelo de Saint-Ex
por JUAN JOSÉ RODRÍGUEZ
Antoine de Saint-Exupéry inició y terminó su vida adulta con una paradoja. Al día siguiente de cumplir diecisiete años —la edad a la que eran enviados los jóvenes al frente—, concluyó la Primera Guerra Mundial. Menos de tres décadas después, su avión fue derribado poco antes del fin de la Segunda Guerra. Si un oficial amigo suyo hubiese conversado con él una noche antes de despegar, la mortal misión habría sido cancelada.
Quienes han leído sólo El Principito tienen dificultades para visualizarlo como un hombre de acción. Es un héroe nacional de Francia e incluso su retrato aparecía en el hermoso billete de 50 francos, ya retirado de circulación. En el abismo histórico que representan la aplastante derrota gala y el colaboracionismo de Vichy, su figura refulge casi solitaria.
Saint-Ex regresaba de tomar fotografías de la Francia ocupada a la base aérea de Córcega, su sitio de operaciones. Ya había sobrepasado la edad máxima para ser piloto de guerra, pero gracias a influencias de alto nivel —no olvidemos que tenía el derecho de usar el título de Conde, cosa que le desagradaba— fue asignado a esa escuadrilla. La leyenda dice que a veces se demoraba en sus incursiones observando el castillo donde pasara su infancia, castillo cuyos jardines jamás llegó a conocer por completo.
Afirman sus compañeros que un alto oficial iba a comentarle sobre la inminencia del desembarco en Normandía con un solo propósito: salvarle la vida, ya que a los pilotos enterados de esa estrategia se les prohibía volar para evitar el riesgo de que revelasen bajo tortura la posibilidad de dicho ataque, en caso de ser derribados. Pero Saint-Ex se le escabulló a este oficial, sin permitirle que le revelase el secreto, dejándolo con la palabra en la boca.
Él decía que para derrotar a los nazis no bastaba con darles golpes con una máquina de escribir, así que abandonó su refugio en Nueva York para hacer lo que mejor sabía: volar una máquina de guerra. La máscara de oxígeno le hacía sentirse conectado a la nave, como si ambos fuesen un solo ser en mitad de la batalla por el firmamento.
Sus críticas al alto mando francés fueron muy duras. A su criterio, valiosas tripulaciones aéreas se sacrificaron erróneamente en los primeros días de la defensa de Francia, criterio compartido por Winston Churchill en sus memorias. Con De Gaulle nunca pudo entenderse. Tampoco con la comunidad gala refugiada en Nueva York que hizo de su exilio una extensión festiva del Barrio Latino. Así que mejor se devolvió al campo de batalla.
Existen varias teorías de la causa de su muerte. Ahora que un ex piloto de la Luftwaffe afirma ser quien lo derribó, el enigma vuelve al imaginario colectivo de sus lectores. Habrá que revisar la hoja de servicios de este ulano del aire y adivinar porqué, hasta hace apenas unas semanas, creyó pertinente informarle al mundo sobre esta sorpresiva incursión al ruedo de la historia. De ser cierta su versión —y sobre todo, de estar consciente del alcance de la dimensión humana y heroica de Saint-Ex—, este ciudadano alemán quizás mejor hubiese preferido guardar silencio. No hay gloria en cegar la vida de un escritor, aunque fuese en el marco de un supuesto sentido del deber, y más si la víctima actuaba en defensa de una nación atrozmente invadida.
Hombre de pluma y de acción
La complejidad de la personalidad de Saint-Ex es más reveladora si se analiza en su contexto: en aquel tiempo, los pilotos eran vistos con la misma admiración que hasta hace poco reservábamos a los astronautas. Había que ser muy valiente para subirse a un frágil artefacto de motor primitivo, aun en épocas de paz, hecho de varillas y tela estirada. No contaban con sistema eléctrico; se encendían a golpe de hélice y los medidores tenían partículas de radium para brillar de noche. Sumémosle que Exupéry, durante su servicio en la compañía Aeropostal, voló por regiones tan inhóspitas como los Andes o el Sahara, afectadas por los más repentinos cambios de clima. Correo aéreo equivalía entonces a internet.
Los títulos de los libros de Saint-Ex fueron siempre mal traducidos. El Principito en realidad debe llamarse “El pequeño príncipe”, traducción que implica otro significado. Tierra de hombres en realidad debe ser “Tierra de los hombres”; libro que narra su estancia en el desierto de África y cuya mala interpretación insinúa alguna bravucona canción mexicana. En sus estancias en Marruecos, Mauritania y el Sahara español fue donde templó su carácter literario y personal.
Saint-Ex estuvo asignado en Cabo Juby, hoy Tarfaya, en el límite justo de Marruecos con el Sahara Occidental. La pista de aterrizaje y la cabaña en la que vivía ya no existen. Ni siquiera el fuerte español que registra en su libro. Además, Antoine tocó tierra ahí en los años veinte y es dudoso que sobreviva algún bereber que jure haberlo visto en la pista lleno de grasa, tomando té con los saharahuis o domesticando zorros del desierto. Fue muy respetado por el hecho de comprar a un esclavo anciano y enfermo tan solo para liberarlo y que muriese tranquilo. Pagó un precio desmedido y lo mandó a vivir a otra ciudad para que no le secuestraran y volviesen luego a ponerlo en oferta.
En ese tiempo cubría la ruta de correo Dakkar-Cabo Juby-Casablanca y por lo general permanecía en el punto medio. Dormía en una cama pequeña que hizo ampliar con una caja. Consuelo Suncín, su descontenta mujer salvadoreña, decía en París que su marido era el único cartero del mundo perteneciente a la realeza.
En Tierra de hombres menciona diversos puntos del Sahara Occidental, especialmente Cabo Juby y la antigua Villa Cisneros, cercanas al de Río de Oro, que era una referencia importante en la navegación aérea. A diferencia de Europa, de noche el Sahara se apaga y no es fácil hallar luces de aldeas o faros que ayuden a orientarse, según se quejaba Saint-Ex en su diario, escrito en tiempos anteriores a la magia satelital o la radio de alto alcance. La tiniebla era tan envolvente que podían confundirse las estrellas con barcos, o pueblos remotos, así como creerse que se viajaba por un sitio distinto al señalado. Además, en esas condiciones no era extraño volar de costado o bocabajo, imperceptiblemente, hasta estrellarse de súbito con una duna. Y tampoco había forma de adivinar el aluvión de tormentas que podían irrumpir con su carcajada repentina en medio de la travesía.
Varias veces, él o sus amigos enfrentaron accidentes y permanecían aislados en el páramo del mismo modo que el narrador de El Principito. Eran rescatados por las tribus de la zona, aunque también padecieron ataques de bandidos, ansiosos de bolsas de dinero ocultas entre la correspondencia.
Quizás aquí fue donde Saint-Ex comenzó a escuchar su voz interior y alucinó en medio de la noche sahariana con la figura de su hermano menor, muerto durante la infancia. Ese fue su único y verdadero amigo, solía confesar en privado.
Su avión de carreras era un Simoun, nombre con que también se invoca a uno de los más demoníacos aires del Sahara. Obsequio de una multimillonaria admiradora cuyo nombre aún desconocemos, con ese avión estuvo a punto de matarse en el desierto de Libia, participando en una carrera previa a la Segunda Guerra Mundial.
Consuelo Suncín, quien estuvo casada con el diplomático guatemalteco Enrique Gómez Carrillo y que afirmaba ser la auténtica rosa de El Principito, le provocó muchas incomodidades, ya que a su regreso a Francia y a la vida, Exupéry la encontró demasiada metida en su papel de viuda famosa, papel que ya había representado a la perfección con la muerte de su primer esposo.
Hasta hubo un malentendido con André Breton, de quien se dijo que Suncín fue su pareja ocasional. Vale comentar que Exupéry siempre quiso aclararlo, en el sentido de que no deseaba perder la amistad del padre del surrealismo, a pesar de los dimes y diretes que circulaba en Nueva York. Breton confesó que él no tenía ánimos de retomar esa relación, pero el poderoso argumento de Saint-Ex, propio de un hombre de acción, lo cimbró por completo: “He perdido más de diez amigos en esta guerra. Entiéndame: no puedo darme el lujo de perder uno más. Casi todos están muertos”.
¿Suicidarse o morir en la cima?
Hay quienes sostienen que Exupéry se suicidó en su último y fantasmal vuelo. El hecho de que su avión no revelase impactos de bala reforzó esa teoría. Aquellos que lo conocieron lo creen imposible porque tenía un compromiso demasiado alto con el deber. Para autoinmolarse, habría usado un cómodo revólver y no sacrificado un precioso avión que tanta falta hacía a su patria, sobre todo en la hora cumbre del conflicto.
Algo que marcó el ímpetu de lucha en Exupéry, antes de la guerra y su terrible accidente en el desierto de Libia, fue la desaparición de su gran amigo y compañero de alas, Guillaumet, en la cordillera de los Andes, experiencia retomada en sus libros.
Perdido en una zona demasiado lejana de la civilización, Guillaumet caminó cinco días entre la nieve con la sola intención de continuar, hasta desfallecer presa del cansancio y confiando en toparse con algún campesino. Los guardias chilenos habían declarado que difícilmente alguien sobreviviría una sola noche a ese invierno. Al momento que Guillaumet decidió rendirse a la ventisca, el piloto perdido descubrió que no podía derrumbarse entre la nieve, sino que debería ascender una colina para morir en la cima. Esto obedecía a un propósito práctico: si no se encontraba su cadáver en los próximos cuatro años, el seguro de vida tardaría ese tiempo en llegarle a su viuda e hijos.
De esa manera, Guillaumet ascendió con las últimas energías para que su cadáver fuese encontrado por sus compañeros pilotos al llegar el verano. Cayó en cuenta de que estaba emprendiendo algo que un animal no haría: luchar por el sitio en el cual morirse para legarle un bien a sus familiares. Al llegar a la cima descubrió con sorpresa que al otro lado del valle terminaban las montañas nevadas, augurándole una esperanza más, por lo que sacó fuerzas supremas para descender y seguir el camino. En efecto, logró salvar la vida y, al narrarle su odisea a Exupéry, éste la tuvo muy presente cuando en el desierto de Libia tuvo que realizar otra proeza similar. Caminar y caminar, sin esperanza y sin agua, pero con el propósito de al menos morir en el intento. Por supuesto, Saint- Exupéry fue rescatado en esa ocasión por un grupo de beduinos. Lo dieron por muerto durante varias semanas.
Creemos que alguien que haya pasado por esas experiencias extremas no se suicidaría en pleno cumplimiento de una misión. Guillaumet, al igual que Exupéry, murió en la línea del deber en la Segunda Guerra Mundial. Otro detalle: el campesino chileno que encontró a Guillaumet fue condecorado en su momento por el gobierno de Francia con la Legión de Honor. Desconocemos qué fue de los beduinos que salvaron a Saint-Ex en medio del Sahara.
La rosa y el volcán
Podría pensarse que un hombre tan curtido en experiencias sería una persona fría y llena de amarguras. Nada más contrario al espíritu de Saint-Ex, buen charlista que, cuando conversaba en un café con sus amigos, provocaba que la gente de las mesas vecinas guardara silencio: arrobada por su encanto. Dominaba varios trucos de prestidigitación y alguien que lo conoció de cerca decía que bien podría haberse ganado la vida con dicha habilidad.
Su matrimonio fue difícil. La volcánica Consuelo Suncín gustaba de usar el título de condesa, actitud que entristecía al legítimo aristócrata. A pesar de sus defectos humanos, es indiscutible su papel de musa de El Principito. Sus defensores argumentan que los abundantes volcanes del minúsculo asteroide son un guiño metafórico a El Salvador, país natal de su problemática amada. En cambio, los baobabs fueron conocidos por Exupéry en sus estancias africanas. El zorro del desierto original posee las exageradas orejas que el poético aviador le dibujó en su libro. Y las verdaderas rosas del desierto son en realidad unas rocas de silicato, apreciadas por los coleccionistas, cristalizadas en forma de pétalos.
Saint-Ex también tuvo suerte con los millonarios: en vida una mujer le obsequió un avión para una carrera y, después de muerto, otro millonario norteamericano gastó miles de dólares en rastrear con un submarino el área donde, presumiblemente, había caído en combate. El descubridor sería el buzo profesional Luc Vanrell, quien también está involucrado en la reciente aparición de su repentino y orgulloso victimario.
Saint-Ex hoy
La reciente declaración del ciudadano alemán Horst Rippert tiene las luces de un intento de apropiarse del aura del autor francés. Incluso el semanario de extrema derecha Minute, sostiene haber revisado los archivos alemanes detectando varias falsedades en la carrera de Horst Rippert, quien por cierto, acaba de desenmascararse como hermano secreto del cantante Ivan Rebroff, fallecido por estas fechas.
Los otros opositores a la credibilidad de Rippert son el antiguo piloto de caza Christian-Antoine Gavoille —ahijado de Antoine Saint-Exupéry—, el historiador Hervé Brun —ex responsable del servicio histórico del Ejército del Aire Francés—, el diario online Crítica y el ABC de Madrid.
Hervé Brun remata la postura de Rippert con un argumento: las patrullas alemanas en Provenza fueron registradas con meticulosidad y no hay ninguna acción anotada en ese día.
La teoría más lógica que flota sobre el avión de El Principito es la posibilidad de un desvanecimiento durante su vuelo final. Era un hombre de 44 años que había maltratado su osamenta con múltiples accidentes y el jornal de los pilotos incluía un ritmo extenuante. No veo nada denigrante en esa posibilidad que nos recuerda la humanidad de un personaje —vale decirlo— cargado de humanismo.
La vida y al muerte de Saint-Ex son un misterio. Lo único seguro en él era aquello que no quería ser. Nunca un burgués inmóvil o un intelectual criticando a Hitler y a De Gaulle desde la comodidad de Nueva York. Murió en la línea del deber, seguro de quien era y hacia donde iban su existencia y su literatura. Pocos artistas pueden conseguir ambas cosas. Vivir al mismo tono de sus creencias y al vuelo de su pluma como en una firme e incandescente obra maestra.
Rodríguez. Escritor y editor. Autor de Mi nombre es Casablanca (Mondadori) y La casa de las lobas (Plaza y Janés).
Ante las declaraciones de un piloto de la Luftwaffe, la misteriosa desaparición de Antoine de Saint-Exupéry ha vuelto, después de 64 años, a ser noticia. Las líneas que siguen recorren la compleja personalidad de un hombre capaz de sobrevolar el desierto en un aparato rudimentario y de inventar a un pequeño príncipe que cuida de una rosa.
El vuelo de Saint-Ex
por JUAN JOSÉ RODRÍGUEZ
Antoine de Saint-Exupéry inició y terminó su vida adulta con una paradoja. Al día siguiente de cumplir diecisiete años —la edad a la que eran enviados los jóvenes al frente—, concluyó la Primera Guerra Mundial. Menos de tres décadas después, su avión fue derribado poco antes del fin de la Segunda Guerra. Si un oficial amigo suyo hubiese conversado con él una noche antes de despegar, la mortal misión habría sido cancelada.
Quienes han leído sólo El Principito tienen dificultades para visualizarlo como un hombre de acción. Es un héroe nacional de Francia e incluso su retrato aparecía en el hermoso billete de 50 francos, ya retirado de circulación. En el abismo histórico que representan la aplastante derrota gala y el colaboracionismo de Vichy, su figura refulge casi solitaria.
Saint-Ex regresaba de tomar fotografías de la Francia ocupada a la base aérea de Córcega, su sitio de operaciones. Ya había sobrepasado la edad máxima para ser piloto de guerra, pero gracias a influencias de alto nivel —no olvidemos que tenía el derecho de usar el título de Conde, cosa que le desagradaba— fue asignado a esa escuadrilla. La leyenda dice que a veces se demoraba en sus incursiones observando el castillo donde pasara su infancia, castillo cuyos jardines jamás llegó a conocer por completo.
Afirman sus compañeros que un alto oficial iba a comentarle sobre la inminencia del desembarco en Normandía con un solo propósito: salvarle la vida, ya que a los pilotos enterados de esa estrategia se les prohibía volar para evitar el riesgo de que revelasen bajo tortura la posibilidad de dicho ataque, en caso de ser derribados. Pero Saint-Ex se le escabulló a este oficial, sin permitirle que le revelase el secreto, dejándolo con la palabra en la boca.
Él decía que para derrotar a los nazis no bastaba con darles golpes con una máquina de escribir, así que abandonó su refugio en Nueva York para hacer lo que mejor sabía: volar una máquina de guerra. La máscara de oxígeno le hacía sentirse conectado a la nave, como si ambos fuesen un solo ser en mitad de la batalla por el firmamento.
Sus críticas al alto mando francés fueron muy duras. A su criterio, valiosas tripulaciones aéreas se sacrificaron erróneamente en los primeros días de la defensa de Francia, criterio compartido por Winston Churchill en sus memorias. Con De Gaulle nunca pudo entenderse. Tampoco con la comunidad gala refugiada en Nueva York que hizo de su exilio una extensión festiva del Barrio Latino. Así que mejor se devolvió al campo de batalla.
Existen varias teorías de la causa de su muerte. Ahora que un ex piloto de la Luftwaffe afirma ser quien lo derribó, el enigma vuelve al imaginario colectivo de sus lectores. Habrá que revisar la hoja de servicios de este ulano del aire y adivinar porqué, hasta hace apenas unas semanas, creyó pertinente informarle al mundo sobre esta sorpresiva incursión al ruedo de la historia. De ser cierta su versión —y sobre todo, de estar consciente del alcance de la dimensión humana y heroica de Saint-Ex—, este ciudadano alemán quizás mejor hubiese preferido guardar silencio. No hay gloria en cegar la vida de un escritor, aunque fuese en el marco de un supuesto sentido del deber, y más si la víctima actuaba en defensa de una nación atrozmente invadida.
Hombre de pluma y de acción
La complejidad de la personalidad de Saint-Ex es más reveladora si se analiza en su contexto: en aquel tiempo, los pilotos eran vistos con la misma admiración que hasta hace poco reservábamos a los astronautas. Había que ser muy valiente para subirse a un frágil artefacto de motor primitivo, aun en épocas de paz, hecho de varillas y tela estirada. No contaban con sistema eléctrico; se encendían a golpe de hélice y los medidores tenían partículas de radium para brillar de noche. Sumémosle que Exupéry, durante su servicio en la compañía Aeropostal, voló por regiones tan inhóspitas como los Andes o el Sahara, afectadas por los más repentinos cambios de clima. Correo aéreo equivalía entonces a internet.
Los títulos de los libros de Saint-Ex fueron siempre mal traducidos. El Principito en realidad debe llamarse “El pequeño príncipe”, traducción que implica otro significado. Tierra de hombres en realidad debe ser “Tierra de los hombres”; libro que narra su estancia en el desierto de África y cuya mala interpretación insinúa alguna bravucona canción mexicana. En sus estancias en Marruecos, Mauritania y el Sahara español fue donde templó su carácter literario y personal.
Saint-Ex estuvo asignado en Cabo Juby, hoy Tarfaya, en el límite justo de Marruecos con el Sahara Occidental. La pista de aterrizaje y la cabaña en la que vivía ya no existen. Ni siquiera el fuerte español que registra en su libro. Además, Antoine tocó tierra ahí en los años veinte y es dudoso que sobreviva algún bereber que jure haberlo visto en la pista lleno de grasa, tomando té con los saharahuis o domesticando zorros del desierto. Fue muy respetado por el hecho de comprar a un esclavo anciano y enfermo tan solo para liberarlo y que muriese tranquilo. Pagó un precio desmedido y lo mandó a vivir a otra ciudad para que no le secuestraran y volviesen luego a ponerlo en oferta.
En ese tiempo cubría la ruta de correo Dakkar-Cabo Juby-Casablanca y por lo general permanecía en el punto medio. Dormía en una cama pequeña que hizo ampliar con una caja. Consuelo Suncín, su descontenta mujer salvadoreña, decía en París que su marido era el único cartero del mundo perteneciente a la realeza.
En Tierra de hombres menciona diversos puntos del Sahara Occidental, especialmente Cabo Juby y la antigua Villa Cisneros, cercanas al de Río de Oro, que era una referencia importante en la navegación aérea. A diferencia de Europa, de noche el Sahara se apaga y no es fácil hallar luces de aldeas o faros que ayuden a orientarse, según se quejaba Saint-Ex en su diario, escrito en tiempos anteriores a la magia satelital o la radio de alto alcance. La tiniebla era tan envolvente que podían confundirse las estrellas con barcos, o pueblos remotos, así como creerse que se viajaba por un sitio distinto al señalado. Además, en esas condiciones no era extraño volar de costado o bocabajo, imperceptiblemente, hasta estrellarse de súbito con una duna. Y tampoco había forma de adivinar el aluvión de tormentas que podían irrumpir con su carcajada repentina en medio de la travesía.
Varias veces, él o sus amigos enfrentaron accidentes y permanecían aislados en el páramo del mismo modo que el narrador de El Principito. Eran rescatados por las tribus de la zona, aunque también padecieron ataques de bandidos, ansiosos de bolsas de dinero ocultas entre la correspondencia.
Quizás aquí fue donde Saint-Ex comenzó a escuchar su voz interior y alucinó en medio de la noche sahariana con la figura de su hermano menor, muerto durante la infancia. Ese fue su único y verdadero amigo, solía confesar en privado.
Su avión de carreras era un Simoun, nombre con que también se invoca a uno de los más demoníacos aires del Sahara. Obsequio de una multimillonaria admiradora cuyo nombre aún desconocemos, con ese avión estuvo a punto de matarse en el desierto de Libia, participando en una carrera previa a la Segunda Guerra Mundial.
Consuelo Suncín, quien estuvo casada con el diplomático guatemalteco Enrique Gómez Carrillo y que afirmaba ser la auténtica rosa de El Principito, le provocó muchas incomodidades, ya que a su regreso a Francia y a la vida, Exupéry la encontró demasiada metida en su papel de viuda famosa, papel que ya había representado a la perfección con la muerte de su primer esposo.
Hasta hubo un malentendido con André Breton, de quien se dijo que Suncín fue su pareja ocasional. Vale comentar que Exupéry siempre quiso aclararlo, en el sentido de que no deseaba perder la amistad del padre del surrealismo, a pesar de los dimes y diretes que circulaba en Nueva York. Breton confesó que él no tenía ánimos de retomar esa relación, pero el poderoso argumento de Saint-Ex, propio de un hombre de acción, lo cimbró por completo: “He perdido más de diez amigos en esta guerra. Entiéndame: no puedo darme el lujo de perder uno más. Casi todos están muertos”.
¿Suicidarse o morir en la cima?
Hay quienes sostienen que Exupéry se suicidó en su último y fantasmal vuelo. El hecho de que su avión no revelase impactos de bala reforzó esa teoría. Aquellos que lo conocieron lo creen imposible porque tenía un compromiso demasiado alto con el deber. Para autoinmolarse, habría usado un cómodo revólver y no sacrificado un precioso avión que tanta falta hacía a su patria, sobre todo en la hora cumbre del conflicto.
Algo que marcó el ímpetu de lucha en Exupéry, antes de la guerra y su terrible accidente en el desierto de Libia, fue la desaparición de su gran amigo y compañero de alas, Guillaumet, en la cordillera de los Andes, experiencia retomada en sus libros.
Perdido en una zona demasiado lejana de la civilización, Guillaumet caminó cinco días entre la nieve con la sola intención de continuar, hasta desfallecer presa del cansancio y confiando en toparse con algún campesino. Los guardias chilenos habían declarado que difícilmente alguien sobreviviría una sola noche a ese invierno. Al momento que Guillaumet decidió rendirse a la ventisca, el piloto perdido descubrió que no podía derrumbarse entre la nieve, sino que debería ascender una colina para morir en la cima. Esto obedecía a un propósito práctico: si no se encontraba su cadáver en los próximos cuatro años, el seguro de vida tardaría ese tiempo en llegarle a su viuda e hijos.
De esa manera, Guillaumet ascendió con las últimas energías para que su cadáver fuese encontrado por sus compañeros pilotos al llegar el verano. Cayó en cuenta de que estaba emprendiendo algo que un animal no haría: luchar por el sitio en el cual morirse para legarle un bien a sus familiares. Al llegar a la cima descubrió con sorpresa que al otro lado del valle terminaban las montañas nevadas, augurándole una esperanza más, por lo que sacó fuerzas supremas para descender y seguir el camino. En efecto, logró salvar la vida y, al narrarle su odisea a Exupéry, éste la tuvo muy presente cuando en el desierto de Libia tuvo que realizar otra proeza similar. Caminar y caminar, sin esperanza y sin agua, pero con el propósito de al menos morir en el intento. Por supuesto, Saint- Exupéry fue rescatado en esa ocasión por un grupo de beduinos. Lo dieron por muerto durante varias semanas.
Creemos que alguien que haya pasado por esas experiencias extremas no se suicidaría en pleno cumplimiento de una misión. Guillaumet, al igual que Exupéry, murió en la línea del deber en la Segunda Guerra Mundial. Otro detalle: el campesino chileno que encontró a Guillaumet fue condecorado en su momento por el gobierno de Francia con la Legión de Honor. Desconocemos qué fue de los beduinos que salvaron a Saint-Ex en medio del Sahara.
La rosa y el volcán
Podría pensarse que un hombre tan curtido en experiencias sería una persona fría y llena de amarguras. Nada más contrario al espíritu de Saint-Ex, buen charlista que, cuando conversaba en un café con sus amigos, provocaba que la gente de las mesas vecinas guardara silencio: arrobada por su encanto. Dominaba varios trucos de prestidigitación y alguien que lo conoció de cerca decía que bien podría haberse ganado la vida con dicha habilidad.
Su matrimonio fue difícil. La volcánica Consuelo Suncín gustaba de usar el título de condesa, actitud que entristecía al legítimo aristócrata. A pesar de sus defectos humanos, es indiscutible su papel de musa de El Principito. Sus defensores argumentan que los abundantes volcanes del minúsculo asteroide son un guiño metafórico a El Salvador, país natal de su problemática amada. En cambio, los baobabs fueron conocidos por Exupéry en sus estancias africanas. El zorro del desierto original posee las exageradas orejas que el poético aviador le dibujó en su libro. Y las verdaderas rosas del desierto son en realidad unas rocas de silicato, apreciadas por los coleccionistas, cristalizadas en forma de pétalos.
Saint-Ex también tuvo suerte con los millonarios: en vida una mujer le obsequió un avión para una carrera y, después de muerto, otro millonario norteamericano gastó miles de dólares en rastrear con un submarino el área donde, presumiblemente, había caído en combate. El descubridor sería el buzo profesional Luc Vanrell, quien también está involucrado en la reciente aparición de su repentino y orgulloso victimario.
Saint-Ex hoy
La reciente declaración del ciudadano alemán Horst Rippert tiene las luces de un intento de apropiarse del aura del autor francés. Incluso el semanario de extrema derecha Minute, sostiene haber revisado los archivos alemanes detectando varias falsedades en la carrera de Horst Rippert, quien por cierto, acaba de desenmascararse como hermano secreto del cantante Ivan Rebroff, fallecido por estas fechas.
Los otros opositores a la credibilidad de Rippert son el antiguo piloto de caza Christian-Antoine Gavoille —ahijado de Antoine Saint-Exupéry—, el historiador Hervé Brun —ex responsable del servicio histórico del Ejército del Aire Francés—, el diario online Crítica y el ABC de Madrid.
Hervé Brun remata la postura de Rippert con un argumento: las patrullas alemanas en Provenza fueron registradas con meticulosidad y no hay ninguna acción anotada en ese día.
La teoría más lógica que flota sobre el avión de El Principito es la posibilidad de un desvanecimiento durante su vuelo final. Era un hombre de 44 años que había maltratado su osamenta con múltiples accidentes y el jornal de los pilotos incluía un ritmo extenuante. No veo nada denigrante en esa posibilidad que nos recuerda la humanidad de un personaje —vale decirlo— cargado de humanismo.
La vida y al muerte de Saint-Ex son un misterio. Lo único seguro en él era aquello que no quería ser. Nunca un burgués inmóvil o un intelectual criticando a Hitler y a De Gaulle desde la comodidad de Nueva York. Murió en la línea del deber, seguro de quien era y hacia donde iban su existencia y su literatura. Pocos artistas pueden conseguir ambas cosas. Vivir al mismo tono de sus creencias y al vuelo de su pluma como en una firme e incandescente obra maestra.
Rodríguez. Escritor y editor. Autor de Mi nombre es Casablanca (Mondadori) y La casa de las lobas (Plaza y Janés).
jueves, 27 de marzo de 2008
$1,500 por que te golpeen puffffff!!!!! mal, muy mal!!!
27-Marzo-2008
Dan primeras tarjetas contra violencia intrafamiliar
Notimex
(01:47 p.m.)
Triplicará el presupuesto de 6.7 mdp. Con la mica las mujeres que son golpeadas contarán con mil 500 pesos mensuales
El jefe de gobierno capitalino, Marcelo Ebrard, entregó las primeras tarjetas del seguro contra la violencia familiar y anunció que triplicará el presupuesto de 6.7 millones de pesos asignados este año para el programa de Atención y Prevención en la materia. Durante la inauguración de la Unidad de Atención y Prevención de Violencia Familiar en la delegación Iztacalco, el mandatario local entregó de manera simbólica 25 tarjetas de un total de 500 que se otorgarán a mujeres que sufren de violencia familiar e intrafamiliar. Acompañado por el delegado en Iztacalco, Erasto Ensástiga Santiago, señaló que para este año se tiene programada una inversión de 30 millones de pesos para apoyar a mujeres que sufren de violencia familiar, y dialogará con los jefes delegacionales para ampliar los apoyos. El jefe de gobierno local resaltó que con esa mica las mujeres que son golpeadas contarán con mil 500 pesos mensuales durante un año, tiempo que permitirá determinar su situación jurídica con su cónyuge y recibir capacitación para incluirla a la actividad laboral y puedan sostenerse. Ebrard Casaubon mencionó que las mujeres que sufren de violencia familiar, luego de una denuncia carecen de apoyo para su sustento y el de sus hijos, por lo que ahora cuentan con el respaldo del gobierno local. Destacó que aunque en 96 por ciento de las familias las mujeres son las que sufren de violencia familiar, este programa tambien beneficiará al hombre que padezca este problema. A su vez, el secretario de Desarrollo Social del Distrito Federal, Martí Batres Guadarrama, señaló que en una primera entrega este programa contempla cubrir a 500 mujeres, y con la ampliación del presupuesto para este año beneficiará a mil 500. En tanto, el delegado de Iztacalco resaltó la importancia de la equidad de género e incluirla en las políticas públicas. Por su parte la directora general de Igualdad y Diversidad Social, Patricia Patiño, señalo que en las 16 delegaciones políticas hay centros de atención y prevención de la violencia familiar y en la presente administración local se tiene como meta apoyar a 10 mil mujeres con un presupuesto de 180 millones de pesos. Comentó que la mujer que sufra violencia intrafamiliar debe acudir a estos centros para explicar su caso, mismo que será analizado y evaluado para determinar si se trata de un grado de violencia extrema para que pueda ser incluido en este programa. En el centro se cuenta con personal calificado para la atención y asesoría jurídica, psicológica e individual y grupal para adultos y niños. La ayuda se ofrece por un año y se apoya a la persona para que pueda independizarse.
fgc
Triplicará el presupuesto de 6.7 mdp. Con la mica las mujeres que son golpeadas contarán con mil 500 pesos mensuales
El jefe de gobierno capitalino, Marcelo Ebrard, entregó las primeras tarjetas del seguro contra la violencia familiar y anunció que triplicará el presupuesto de 6.7 millones de pesos asignados este año para el programa de Atención y Prevención en la materia. Durante la inauguración de la Unidad de Atención y Prevención de Violencia Familiar en la delegación Iztacalco, el mandatario local entregó de manera simbólica 25 tarjetas de un total de 500 que se otorgarán a mujeres que sufren de violencia familiar e intrafamiliar. Acompañado por el delegado en Iztacalco, Erasto Ensástiga Santiago, señaló que para este año se tiene programada una inversión de 30 millones de pesos para apoyar a mujeres que sufren de violencia familiar, y dialogará con los jefes delegacionales para ampliar los apoyos. El jefe de gobierno local resaltó que con esa mica las mujeres que son golpeadas contarán con mil 500 pesos mensuales durante un año, tiempo que permitirá determinar su situación jurídica con su cónyuge y recibir capacitación para incluirla a la actividad laboral y puedan sostenerse. Ebrard Casaubon mencionó que las mujeres que sufren de violencia familiar, luego de una denuncia carecen de apoyo para su sustento y el de sus hijos, por lo que ahora cuentan con el respaldo del gobierno local. Destacó que aunque en 96 por ciento de las familias las mujeres son las que sufren de violencia familiar, este programa tambien beneficiará al hombre que padezca este problema. A su vez, el secretario de Desarrollo Social del Distrito Federal, Martí Batres Guadarrama, señaló que en una primera entrega este programa contempla cubrir a 500 mujeres, y con la ampliación del presupuesto para este año beneficiará a mil 500. En tanto, el delegado de Iztacalco resaltó la importancia de la equidad de género e incluirla en las políticas públicas.
Dan primeras tarjetas contra violencia intrafamiliar
Notimex
(01:47 p.m.)
Triplicará el presupuesto de 6.7 mdp. Con la mica las mujeres que son golpeadas contarán con mil 500 pesos mensuales
El jefe de gobierno capitalino, Marcelo Ebrard, entregó las primeras tarjetas del seguro contra la violencia familiar y anunció que triplicará el presupuesto de 6.7 millones de pesos asignados este año para el programa de Atención y Prevención en la materia. Durante la inauguración de la Unidad de Atención y Prevención de Violencia Familiar en la delegación Iztacalco, el mandatario local entregó de manera simbólica 25 tarjetas de un total de 500 que se otorgarán a mujeres que sufren de violencia familiar e intrafamiliar. Acompañado por el delegado en Iztacalco, Erasto Ensástiga Santiago, señaló que para este año se tiene programada una inversión de 30 millones de pesos para apoyar a mujeres que sufren de violencia familiar, y dialogará con los jefes delegacionales para ampliar los apoyos. El jefe de gobierno local resaltó que con esa mica las mujeres que son golpeadas contarán con mil 500 pesos mensuales durante un año, tiempo que permitirá determinar su situación jurídica con su cónyuge y recibir capacitación para incluirla a la actividad laboral y puedan sostenerse. Ebrard Casaubon mencionó que las mujeres que sufren de violencia familiar, luego de una denuncia carecen de apoyo para su sustento y el de sus hijos, por lo que ahora cuentan con el respaldo del gobierno local. Destacó que aunque en 96 por ciento de las familias las mujeres son las que sufren de violencia familiar, este programa tambien beneficiará al hombre que padezca este problema. A su vez, el secretario de Desarrollo Social del Distrito Federal, Martí Batres Guadarrama, señaló que en una primera entrega este programa contempla cubrir a 500 mujeres, y con la ampliación del presupuesto para este año beneficiará a mil 500. En tanto, el delegado de Iztacalco resaltó la importancia de la equidad de género e incluirla en las políticas públicas. Por su parte la directora general de Igualdad y Diversidad Social, Patricia Patiño, señalo que en las 16 delegaciones políticas hay centros de atención y prevención de la violencia familiar y en la presente administración local se tiene como meta apoyar a 10 mil mujeres con un presupuesto de 180 millones de pesos. Comentó que la mujer que sufra violencia intrafamiliar debe acudir a estos centros para explicar su caso, mismo que será analizado y evaluado para determinar si se trata de un grado de violencia extrema para que pueda ser incluido en este programa. En el centro se cuenta con personal calificado para la atención y asesoría jurídica, psicológica e individual y grupal para adultos y niños. La ayuda se ofrece por un año y se apoya a la persona para que pueda independizarse.
fgc
Triplicará el presupuesto de 6.7 mdp. Con la mica las mujeres que son golpeadas contarán con mil 500 pesos mensuales
El jefe de gobierno capitalino, Marcelo Ebrard, entregó las primeras tarjetas del seguro contra la violencia familiar y anunció que triplicará el presupuesto de 6.7 millones de pesos asignados este año para el programa de Atención y Prevención en la materia. Durante la inauguración de la Unidad de Atención y Prevención de Violencia Familiar en la delegación Iztacalco, el mandatario local entregó de manera simbólica 25 tarjetas de un total de 500 que se otorgarán a mujeres que sufren de violencia familiar e intrafamiliar. Acompañado por el delegado en Iztacalco, Erasto Ensástiga Santiago, señaló que para este año se tiene programada una inversión de 30 millones de pesos para apoyar a mujeres que sufren de violencia familiar, y dialogará con los jefes delegacionales para ampliar los apoyos. El jefe de gobierno local resaltó que con esa mica las mujeres que son golpeadas contarán con mil 500 pesos mensuales durante un año, tiempo que permitirá determinar su situación jurídica con su cónyuge y recibir capacitación para incluirla a la actividad laboral y puedan sostenerse. Ebrard Casaubon mencionó que las mujeres que sufren de violencia familiar, luego de una denuncia carecen de apoyo para su sustento y el de sus hijos, por lo que ahora cuentan con el respaldo del gobierno local. Destacó que aunque en 96 por ciento de las familias las mujeres son las que sufren de violencia familiar, este programa tambien beneficiará al hombre que padezca este problema. A su vez, el secretario de Desarrollo Social del Distrito Federal, Martí Batres Guadarrama, señaló que en una primera entrega este programa contempla cubrir a 500 mujeres, y con la ampliación del presupuesto para este año beneficiará a mil 500. En tanto, el delegado de Iztacalco resaltó la importancia de la equidad de género e incluirla en las políticas públicas.
miércoles, 26 de marzo de 2008
domingo, 23 de marzo de 2008
Gabriel Figueroa, cinefotógrafo
Oigan, mejor dicho lean, pero mejor vean en Bellas Artes una exposición interesantísima de Gabriel Figueroa, bien curada, multimedia, fragmentos de películas, diapositivas, carteles de pelis, fotos, stills, que abarcan desde los 40 hasta los 80, ahí puedes ver jovencísima a Julissa, a Leticia Perdigón, Sasha Montenegro, y claro, por supuesto, a la doña: María Felix, en el ya mítico close up a sus ojos, Columba Domínguez, el Indio Fernández, Pedro Armendariz, Cantinflas. Es realmente otro mundo este del cine y sus artistas, hay varias figuras que han perdido mucho el brillo y ahora sólo relumbran de vez en vez, como el caso de Julissa y Lety Perdigón, otras definitivamente ya no aparecen y otras más han ya muerto, no pocas, claro, pero observar de nuevo las películas de la Revolución, por ejemplo, midiendo los encuadres, los detalles de la escenografía, en fin con la minuciosidad del trabajo de cada quien en una producción cinematográfica es realmente optimista y satisfactorio. Además, recordar historias, literatura, como la de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, así como algunos programas de televisión de los 60 y 70, con sus minifaldas y modas a go-go. Tantas caras olvidadas recordé, cuantos actores pasaron ante mi luego de décadas de olvido, no se amigos, amigas, revaloré el trabajo de esta gente que se queda en la pantalla, retratada por artistas y dirigidas por genios (a veces, claro), qué bonito, qué lindo que haya gente con tanta pasión por hacer un buen trabajo, un trabajo bien hecho, pero, ya ven, todo pasa, es un pasado ya. La foto de la derecha es de la película La Perla, en que se muestran dos mujeres inmóviles frente al mar, observando el mar, que, hace referencia la exposición, el mar puede ser el cine, siempre en movimiento y los espectadores inmóviles, absortos, puede ser, claro, puede ser....la otra foto para los extranjeros explico que es María Felix, y ese close up es perfecto por la perfecta simetría de sus ojos y nariz, ayyyyyyyyyyyyyyyyyyy porqué no fuí favorecida por la madre naturaleza??????? jajajajaja besos a todos, vean cine, pierdan el tiempo en el cine, no se paren de la butaca, mueran en el cine!!!!!!
viernes, 21 de marzo de 2008
Viernes santo
Heme aquí en Starbucks en viernes santo, rodeada de turistas y de extraños en mi ciudad. La cotidianeidad indica empleados clasemedieros que pasan con prisa por su café, pero hoy el ambiente es distinto, se escucha la música de fondo, jazz con Paul Anka, lenguas extranjeras, gente tratando de comunicarse y de verse con gente muy lejana, para asegurarse de estar en algún sitio, de no irse del todo, hasta el clima parece distinto. Es apacible, invita a la calma, al relax, todo cambió este viernes santo, no me imagino las multitudes en Iztapalapa, las brusquedades de la playa ni los delirantes paseos, no me imagino en otro lado que aquí, escuchando ¡Fever! intenso, que le pone la nota apasionada a este ambiente. En fin, siempre nos quedará el cine!!! ahhh y una foto de mis hermanos de vida (dice Paco Burguete)
viernes, 14 de marzo de 2008
Viernes común
Hoy es viernes y fui al cine con mi hija Arantxa que está de vacaciones en DF ya que ella sigue viviendo en Tabasco hasta junio que terminará la secundaria. Es rico disfrutar la compañía de Arantxa, es tan alegre, tan ocurrente, tan divertida, siempre tiene preguntas, respuestas, motivos para reir, para recordarte que la vida es bella y que soy medio amarguetas jajajaja y aunque siempre le respondo: "Claro, como no trabajas, no tienes presiones, como no tienes que conseguir dinero, pagar deudas, etc, etc," se que mi hija tiene razón al reir sin razón y al no preocuparse por nada, total, no sabemos qué va a pasar al ratito. Así que un dìa màs de alegrìa, de fe, de buena compañía, de futuro y claro, de cine.
miércoles, 12 de marzo de 2008
hoy es mi cumpleaños
¿Qué les puedo decir amigos y amigas?, que cumplo años hoy, que los quiero mucho, que trataré de ser feliz por todos nosotros, eso y más les puedo decir, pero esperaré a que ustedes me feliciten y gozaré de cada letra, de cada pensamiento dirigido a mi humilde persona, ustedes me alegran la vida, aunque no lo crean, fuera, hay demonios que enfrentar, muchos y muy malignos, pero hay gente buena, como ustedes, gracias por existir, cumplo años feliz, feliz de saber que hay nuevas maneras de vivir y sentir y que cada día aprendo más y que hay gente del otro lado de la línea que me estima, que me quiere, que me procura, lo mismo para ustedes amigos míos. Gracias. Hoy cumplo años, el año que entra espero celebrarlo de nuevo con ustedes, contigo Lola, contigo Manwee, contigo querida hermanita, contigo Santiago, con mi nuevo amigo poeta Álvaro y espero me convidan también a su fiesta de cumples!!!!
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